Reacción tardía
La estabilidad de los precios no es incompatible con el crecimiento de la economía. De hecho, aunque los estatutos de la institución establezcan formalmente la prioridad del objetivo antiinflacionista, el éxito de un banco central depende del grado en que consigue cumplir su propósito de estabilidad sin sacrificar el bienestar de los ciudadanos. Ello depende a su vez de lo que entienda el banco central por estabilidad de precios, de la holgura del objetivo fijado y de las habilidades técnicas para anticipar la evolución del índice correspondiente.
El BCE definió en 1998 para el conjunto de la eurozona un límite máximo de crecimiento de los precios al consumo del 2%. Otros bancos centrales no han especificado cuantitativamente su objetivo, no son tan ambiciosos, ni tan explícitos; han optado por una mayor flexibilidad en la definición del objetivo y, por tanto, en su consecución. En el caso de la Reserva Federal, por ejemplo, no existe una superioridad de ninguno de los tres objetivos que tiene asignados: precios estables, máximo empleo y tipos de interés a largo plazo moderados; tampoco fija una cuantificación específica del objetivo de estabilidad. Ello no ha impedido que la economía de EE UU ofrezca un balance envidiable en términos de esa combinación de paro e inflación.
Esa desigual ejecutoria de ambos bancos centrales no puede explicarse únicamente por las particularidades de los mandatos de uno y otro, ni por el carácter más o menos vinculante de los objetivos intermedios o instrumentos que manejen; es necesario recurrir a la mayor experiencia del banco central estadounidense y a la menor necesidad de granjearse de forma precipitada una credibilidad basada en el rigor y un arraigo definitivo de la percepción de su independencia de los gobiernos, algo que, dicho sea de paso, nadie cuestiona lo más mínimo. Es esta última clave la única que puede explicar las reticencias mantenidas por el BCE a reducir antes los tipos, mantenidos hasta ayer en el mismo nivel durante más de 12 meses. El contraste con la actuación de la Fed es tan acusado como la evolución en este último año de ambas economías y las previsiones de crecimiento disponibles para el próximo.
La zona euro, con una tasa de inflación del 2,1%, en gran medida atribuida a choques excepcionales, está estancada y nadie anticipa un crecimiento para el año próximo por encima del 0,9%. El elevado endeudamiento de las empresas sigue actuando como principal freno a la inversión y a la creación de empleo, al tiempo que el de las familias coexiste con mermas significativas de los patrimonios derivadas de las intensas correcciones bursátiles. Alemania, pieza central en el potencial dinamismo de la zona, y principal contribuyente al presupuesto comunitario, no tiene ni inflación ni crecimiento, pero sí un paro creciente.
¿Son esos datos muy distintos a los disponibles por el BCE el pasado 7 de noviembre? ¿Era entonces imposible anticipar, como ahora se ha hecho, la conducción a lo largo de los primeros meses de 2003 de la tasa media de inflación del área hacia niveles compatibles con el objetivo del BCE? Retrasar una decisión no es necesariamente equivalente a fundamentarla en una mayor prudencia.
En situaciones como la que atraviesan las economías de la zona euro, los costes de la espera han podido ser muy superiores a las ventajas derivadas de la certeza de la adecuación de una decisión que, sin ser suficiente para garantizar la recuperación económica de Europa, era absolutamente necesaria desde hace meses. Confiemos en que al menos entre esas ventajas esté la inteligente asimilación de la experiencia.
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