Juguetes
Sigues jugando. Aunque tú no lo sepas. Tu propio coche, más que un utilitario, es un juguetito. Incluso tu casa es una casa de muñecas. Reconócelo, ya no puedes escapar a la verdad. Tú también eres un madelman equipado para ser abogado, corredor de bolsa, fontanero o alto ejecutivo. Con tus complementos, como la cartera de documentos en miniatura, la cajita de herramientas, o el chalequito amarillo fosforito. Dentro de poco dispondrás de más accesorios aún: un perro de raza, una barbie, un par de encantadores gemelos, quién sabe.
Sigues jugando. Aunque no lo confieses. Las relaciones humanas son para ti un ajedrez con figuras de Blancanieves. Mueves ficha, y no te importa comerte a uno de los enanitos. Están buenos, los enanitos de chocolate. Te conviertes en la Bruja mala y te llevas a Blancanieves dejando tras de ti un reguero de chocolate fundido y miembros deformes de enanitos. Tu boca está llena de chocolate y cada vez quieres más.
Sigues jugando. Esta vez conquistas países de papel. Haces avanzar a tu ejército a pesar de saber que lo llevas hacia la masacre. Oyes los cañonazos y los gritos de los moribundos. Como un ángel exterminador, planeas sobre el campo de batalla donde los cuerpos de los combatientes muertos componen una masa sanguinolenta. Sigues llamando a la lucha y repartiendo órdenes suicidas, consciente de que has reclutado a los más jóvenes para enviarles a un infierno. Pero es tan solo un juego, te dices, y los últimos soldaditos caen como moscas bajo tu mirada fría.
Sigues jugando. Ahora te has metido en una pantalla donde aparecen terroristas islámicos armados hasta los dientes. Son los malos. En tus manos se ha materializado un AK-47. Empiezas a disparar. La sangre salpica unas paredes que parecen de cristal y los malos tienen las muecas de agonía repetidas. Es la desagradable sensación de que el muerto es siempre el mismo. Son todos iguales, dirás. Sin ningún remordimiento, abatirás a los terroristas antes de que ellos se te lleven por delante. Es legítima defensa. La cabeza de un terrorista explota con el impacto de una bala. ¡Vaya, por fin uno que se muere diferente!, exclamas.
Sigues jugando. Sales a la calle. Llevas dinero, pero nunca el suficiente. Metes una moneda a la máquina tragaperras. Las luces tintinean, eufóricas. La boca de la máquina escupe un río de monedas. Eso sí que es tener suerte. Ahora puedes ir al bar de moda. Allí juegas a las miradas con el pasmoso aplomo que te da haber ganado a la máquina tragaperras. Claro que a nadie le gusta perder. Si alguna muñeca no te mira es expulsada inmediatamente del juego. Las demás participantes pueden seguir intentándolo. Eso no te libera de cierta autocompasión. Sientes lástima por ti mismo. Sin embargo, así es el juego, y así son los juguetes.
Seguramente, tú también eres un juguete. Pero no te desanimes, por lo menos tienes un consuelo: dentro de poco dispondrás de más complementos. Algo con lo que poder jugar: un perro de raza, una barbie, un par de encantadores gemelos. Y si no, siempre te puedes hacer un solitario.
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