Todo un pueblo, asfaltado por la marea negra
Los vecinos de Muxía pasan de la tristeza a la indignación al comprobar que las autoridades siguen negando la tragedia
Ahora es como si todo el pueblo tuviera la cadera rota. Lo dice José Bua Barrientos apoyado en su muleta, incapaz a sus 54 años de dar dos pasos sin cansarse, varado para siempre después de haber faenado en el Gran Sol, en las costas de Suecia y también en las de Noruega. Ya van para ocho días que José no se separa de la orilla de Muxía, su pueblo, el peor parado de la Costa da Morte, tristemente famoso en los telediarios de todo el mundo porque es aquí donde cada noche entra a borbotones el vertido del Prestige, asfaltando sin permiso el paseo marítimo y rompiendo las farolas, impregnándolo todo de un corrosivo olor a petróleo.
"Aquí", explica el marinero retirado, "la única empresa es el mar. Los únicos que no vivimos de ella somos los viejos y los inválidos. Ahora que el mar no existe es como si a todos se nos hubieran roto los huesos o hubiéramos envejecido de repente".
Tres vecinos han sufrido ataques al corazón y otros tres se embarcaron buscando aguas limpias
No exagera José. En ningún sitio como en Muxía se conoció desde el principio el calibre de la tragedia. Lo recordaba ayer Barca Toba mientras una amiga intentaba quitarle los restos de crudo adheridos a su piel después de una dura jornada de limpieza en la playa: "Fue la madrugada del jueves 14, sólo unas horas después del accidente. Desde el puerto veíamos que el petrolero se acercaba más y más sin que nadie hiciera nada. Ya sabíamos entonces que aquello no podría traer nada bueno y, por desgracia, no nos equivocamos. Unas horas después ya estaba aquí la marea negra".
Barca Toba, una mujer joven, pedagoga de profesión, cree saber por qué sus vecinos han pasado en ocho días de la tristeza más absoluta a la indignación más profunda: "Las autoridades nos están tratando como a imbéciles. Siguen insistiendo en que no hay marea negra y mira cómo están las playas, cubiertas por una capa infame de 10 centímetros de porquería. Si esto no es marea negra, ¿qué es?".
Luis Pereiro, un profesor de instituto llegado de Pontevedra, recoge la pregunta con un punto de ironía cargada de frustración: "Es un sueño. ¿No te das cuenta de que a todos nos han metido en la máquina del tiempo? Los protagonistas de esta historia son un gobernador civil repeinado con gomina que ejerce de virrey, unas televisiones públicas al servicio del poder que hacen las funciones del NO-DO y, presidiéndolo todo, don Manuel Fraga Iribarne, de cacería en los montes de Toledo. Como decía hace un rato una mujer en la radio, tenemos un presidente que es caudillo de Galicia por la gracia de Dios. ¿No te das cuenta de que esto sólo puede ser una pesadilla?".
Una pesadilla con víctimas reales. Tres vecinos del pueblo han sufrido en los últimos días ataques al corazón y al menos otros tres se han marchado en busca de aguas más limpias. "Uno de ellos", dice María, "es amigo de mi hijo. Se llama Luis y tiene 24 años. Necesitaba el dinero y no podía esperar a ver si es verdad lo del subsidio ese que dicen que nos van a dar. Así que se ha embarcado y ya está camino del Gran Sol. Otro se llama Manuel y va para Canarias y el otro...".
Seguramente no es la primera vez que María, esposa de un marinero jubilado, habla con un reportero. Muxía es desde hace una semana un gran plató de televisión, un extraño teatro de operaciones donde un ejército muy potente -el mar impregnado de crudo- golpea sin cesar a unos vecinos desarmados que esperan inútilmente la llegada de refuerzos. Pero no llegan. "Cómo nos van a mandar ayuda", se pregunta una vecina de María, "si ellos dicen que no hay marea negra. Si nos mandaran equipos para limpiar las playas sería como reconocer que sí, que es verdad, que se ha vertido más petróleo del que ellos dicen, que se equivocaron cuando tomaron la decisión de pasearnos el barco por delante de nuestras narices".
Así que, una vez pasada la novedad, los vecinos ya se están cansando de hacer de extras en una película cuyo guión no les gusta un pelo. Desde hace una semana, a las tres de la tarde y a las nueve de la noche, la calle se queda vacía. Los vecinos se guardan en casa para verse por televisión. Pero ante la fijación del Gobierno y sus medios afines de negar lo evidente ya se están cansando.
Ayer mismo, un vecino y un productor de una televisión proclive al Gobierno se enredaron a puñetazos. "Es que", se justifica María, "están todo el santo día aquí, viendo cómo el mar trae por la noche lo que limpiamos de día, oliendo esta peste a alquitrán que nos tiene mareados, y luego van y le dan más valor a lo que dice Fraga, que está de cacería, que a lo que están viviendo aquí".
"Es lo que yo digo", insiste el maestro Pereiro, "la máquina del tiempo. Vamos a tener que volver a escuchar Radio Pirenaica para saber lo que está pasando aquí porque del diario hablado, qué quieres que te diga, ya no nos fiamos".
Por el contrario, sí se fían de la gente. Muxía se ha llenado de jóvenes voluntarios llegados de todo el país, gente que limpia la playa, recoge aves petroleadas, dormita unas horas en los asientos del coche para regresar enseguida a la orilla, a plantar batalla al mar ultrajado.
"Yo he venido de Madrid con mi novia y otra pareja de amigos para intentar echar una mano", dice José Ramón Martí, "y creíamos que nos íbamos a encontrar con algún tipo de infraestructura oficial. Pero es alucinante, nada de nada".
Hay quien por falta de botas se ha enfundado los zapatos en bolsas de basura y quien, después de varias horas de andar de puntillas entre la negra porquería, ha terminado por sacrificar sus zapatos y sus calcetines y sus pantalones vaqueros. "Mira", dice José Ramón, "da pena verme, pero estoy satisfecho por dentro".
Cientos de gallegos aprovecharon ayer el día de descanso para acercarse hasta Muxía. Familias enteras deambularon de acá para allá triscando por las rocas más altas para ver con sus propios ojos el paisaje desolador. A veces el contraste resultaba chocante. Los domingueros se hacían fotos con la mancha de fuel a sus espaldas, con cuidado de no mancharse, mientras los voluntarios acarreaban trabajosamente piedras embadurnadas de negro.
Los dueños de algunos bares vivieron la contradicción de celebrar su próxima ruina con un lleno sin precedentes. A las cinco de la tarde, un forastero se tumbó literalmente en el suelo del muelle, junto a la lonja, para fotografiar a un pato muy oscuro. José, el marinero inválido, lo observaba alucinado. "No se tire usted al suelo, hombre", le dijo por fin, "que ese bicho es negro desde que nació".
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