Acuerdo sobre el pasado
HAN PROLIFERADO en los últimos años las denuncias de un olvido del pasado que, al parecer, habría amordazado a los españoles desde la muerte de Franco. Se han escrito, aquí y fuera de aquí, cosas verdaderamente grotescas: que vivimos sometidos a una "tiranía del silencio", que somos víctimas de una estrategia de olvido que habría conducido a una "desmemorización colectiva", que sólo ahora despertamos de la amnesia, y otras vainas por el estilo. El resultado: un país amnésico, incapaz de hablar de su pasado, enfermo de un grave déficit democrático.
Esta montaña de propaganda sobre el silencio y el olvido, que desconoce lo mucho escrito desde 1976 sobre todo lo ocurrido entre la República y la muerte de Franco, ha tenido el efecto perverso de transformar el pacto de reconciliación que marcó la transición a la democracia en un ominoso pacto de silencio. Algunos ignorantes han afirmado que aquel pacto se montó sobre una amnesia consentida, si no impuesta. No han leído los periódicos de entonces, con su infinidad de editoriales y artículos sobre la guerra y sus consecuencias; pero sobre todo no han leído la sesión del Congreso de los Diputados en la que todos los grupos, excepto Alianza Popular, que se abstuvo, defendieron la proposición de ley de amnistía que selló el pacto de reconciliación. No fue la amnesia y el olvido de la guerra y la dictadura, sino su recuerdo, todavía lacerante, lo que movió a los distintos grupos -entre los que destacaron las ejemplares intervenciones de Marcelino Camacho y de Xabier Arzalluz- a aprobar aquel proyecto de ley. Que consistió en traer a la memoria el recuerdo de la guerra y la dictadura con el propósito de echarlas al olvido para que no impidieran la apertura de un proceso constituyente. Pero echar al olvido no es olvidar; amnistiar no es caer en la amnesia; es, por el contrario, recordar para decidir que aquello que se recuerda no se interpondrá en el futuro. Ese paso, realmente histórico, no vació la memoria ni cerró la boca de los españoles. Al contrario, excluidas como arma política, la guerra y la dictadura pasaron a ocupar un lugar preferente en el trabajo histórico: se ha investigado y debatido sobre ellas hasta la saciedad, se han publicado miles de páginas con listas nominales de asesinados o ejecutados, se han celebrado decenas de coloquios y congresos sobre todos sus aspectos. Lo que se evitó fue instrumentalizar políticamente su memoria, como prueba bien la declaración institucional emitida por el Gobierno socialista en el 50º aniversario de la guerra para "honrar y enaltecer" a los que dieron su vida en defensa de la libertad y la democracia y manifestar su "respeto" a quienes lucharon por "una sociedad diferente, a la que también sacrificaron su propia existencia".
El cambio de situación política, con la llegada del Partido Popular al Gobierno y el paso del socialista a la oposición, modificó la política de la historia desarrollada hasta entonces por los dos partidos. El Popular ha pretendido saltar por encima de las dos dictaduras del siglo XX y buscar sus raíces en una tradición liberal conservadora de la que se presume heredero; los socialistas se han acordado del exilio más que de los muertos y han insistido en la especie de cordón umbilical que uniría al Partido Popular con el franquismo. Así las cosas, el pasado ha vuelto al centro del debate político. La izquierda y los nacionalistas encontraron en la negativa del PP a condenar la rebelión militar y honrar la memoria de los vencidos un motivo de agitación política, alentados por el renovado interés que despierta entre las jóvenes generaciones, la de los nietos de los protagonistas, no tanto el pasado de república y guerra, sino, sobre todo, el del terror que acompañó la instauración de la dictadura: los fusilados tras consejos de guerra, los enterrados en fosas comunes, los condenados a trabajos forzosos, los exiliados.
En verdad, con el grado de conocimiento y conciencia adquirido durante estos años, mantener aquella lección de la transición que consistió en no hacer política de la historia sin por eso dejarla caer en el olvido, exigía hoy una nueva declaración política que incluyera un reconocimiento a los vencidos y exiliados y el desarrollo de políticas de reparación moral y material. Es lo que finalmente ha comprendido el Partido Popular y lo que ha permitido alcanzar en la Comisión de Constitución un acuerdo unánime, más amplio del que asistió a la Ley de Amnistía. Tal vez con este acuerdo, el imprescindible y nunca abandonado trabajo histórico deje de ser utilizado como arma arrojadiza en los combates políticos del presente y dejemos de escuchar que hasta hoy hemos vivido rodeados de un "espeso silencio" sobre el pasado.
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