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En torno a Aznar

Antonio Elorza

En sus novelas de tema social, Blasco Ibáñez utilizaba con frecuencia informes y trabajos de investigación previos, con la finalidad de proporcionar un soporte y una apariencia de veracidad a sus descripciones. Unas veces, en El intruso, reproducía literalmente datos de Reformas Sociales, otras exageraba las informaciones previas con una intención populista. Es el caso del pasaje de La bodega, donde menciona el hambre de los jornaleros. En el texto de referencia, de Ramón de Cala, los jornaleros disputan las sobras a los buitres. Blasco va más allá y hace de los propios buitres alimento de los campesinos miserables.

La exageración sólo sirve así para disminuir la credibilidad de un análisis. Es lo que ocurre frecuentemente con las críticas dirigidas a los políticos y a sus tomas de posición. En la reciente oleada de censuras aplicadas al presidente Aznar está sucediendo algo de eso, con lo cual se corre el riesgo del mal puntillero, que contribuye a levantar al toro que se encuentra ya al borde de la muerte. Por supuesto que Aznar es un hombre antipático, torpe en el manejo de las crisis -ahí está el tratamiento dado a la catástrofe del Prestige para demostrarlo-, con una orientación autoritaria y de una lealtad a Bush que lastra las posibilidades de actuación española en política exterior. Carece además del sentido del Estado que en cuestiones como la defensa de la Constitución o la unidad antiterrorista le debieran llevar a un espíritu de entendimiento con el PSOE, del que ambos se beneficiarían.

Ahora bien, ni todo en su gestión es catastrófico ni su imagen apunta al ridículo en la esfera internacional. Un ejemplo: en su spot dentro de la campaña electoral francesa, Chirac presentaba el apretón de manos con Aznar como la primera muestra de su ejecutoria en política exterior. En otros aspectos, a pesar de su altanería, ha tenido la virtud de rectificar. La mejor muestra es el cese de los dos ministros implicados y la rectificación del rumbo después de la huelga general. Tampoco está mal que siga manteniendo la postura democrática en torno al Sáhara.

¿Y en el tema de los nacionalismos? Algunos lectores recordarán mi columna España, España, de hace unos meses. Es cierto que el de Aznar es un nacionalismo español añejo en el plano de las ideas y que esa perspectiva puede bloquear una reforma del Estado en dirección al federalismo, con la imprescindible puesta en marcha de un nuevo Senado y de nuevas relaciones entre las autonomías y Europa. Claro que primero las aguas tienen que aquietarse. Por el momento estamos bajo la espada de Damocles que supone el plan de Ibarretxe, vinculado a la supervivencia de ETA, y aquí es preciso decir que viene bien una defensa de la intangibilidad del orden constitucional frente a una amenaza de ruptura. Resulta desolador leer en politólogos de primera calidad que existe un "integrismo constitucional", cuando lo que de veras prevalece es un pensamiento débil que ignora el riesgo que para la democracia y la convivencia en general supondría entrar sin más en un nuevo periodo constituyente. La reforma es tan necesaria como imprescindible que tenga lugar en un marco de solidez de las instituciones y con el refrendo de un amplísimo consenso.

Por otra parte, las ideas serán viejas; los referentes históricos, propios de la derecha tradicional, y las expresiones públicas, torpes -recordemos el inaceptable tremendismo del delegado gubernativo en Euskadi o el penoso episodio de la bandera-, pero de ahí no debe deducirse que el Gobierno está vulnerando el pluralismo constitucional en cuanto a las autonomías ni que tiene en la mente volver al "una, grande y libre". El solo hecho de sugerir esta infundada deriva constituye un pésimo servicio a la democracia y una contribución a las declaraciones demagógicas de los nacionalistas radicales de la periferia. Además, en sí mismo un nacionalismo democrático español resulta tan digno de estima como una actitud similar catalanista o nacionalista vasca. Lo mismo cabe decir de la normalización en el uso de la bandera bicolor, que personalmente puede no gustarme y no me gusta, pero que es hoy el emblema de nuestra democracia.

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