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CLÁSICOS DEL SIGLO XX: UNA INVITACIÓN A LA LECTURA
Columna
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Del absurdo a la libertad

Toda la cuantiosa, inacabada, fragmentaria y dispersa obra del escritor francés Jean-Paul Sartre (1905-1980, filósofo, dramaturgo, novelista y ensayista, premio Nobel de Literatura -rechazado- en 1964) es un canto gigantesco a la libertad, un permanente combate para que los hombres sean libres de una vez, en el interior del siglo que a la postre ha sido el más trágico de la historia. Los franceses, tan proclives a su autoglobalización, han llegado a definir el XX como 'el siglo de Sartre' (Bernard-Henry Levy, 2000), de la misma manera que calificaron el XVII como el 'de Luis XIV', el XVIII como el 'de Voltaire' o el XIX como el 'de Victor Hugo'. Pensando bien, salvando autopropagandas, respetando las debidas distancias y equilibrando épocas y cualidades, todas estas etiquetas pueden ser conservadas por el momento y según para qué momentos. Al menos, Sartre reinó sobre el mundo intelectual occidental de manera incontestable justo después de la segunda gran guerra y ello durante casi un cuarto de siglo. Había publicado sus primeros libros poco antes del conflicto causando ya sensación, había combatido en el frente, siendo hecho prisionero y liberado, participando en la Resistencia contra el ocupante hitleriano y todo ello escribiendo sin parar -como hacía desde su primera juventud (véase una de sus obras maestras, Las palabras, 1964)-, lo que le permitió lanzar su gran ofensiva filosófica, El ser y la nada (1943), la revista Les Temps Modernes, que aunque modificada subsiste todavía, los dos primeros volúmenes narrativos de Los caminos de la libertad, o los grandes estrenos de Las moscas, A puerta cerrada y La puta respetuosa, que sacudieron entonces a las juventudes del mundo, junto a una multitudinaria conferencia que dio lugar a un célebre manifiesto: El existencialismo es un humanismo (1946). Fue entonces un personaje tan legendario como discutido, odiado y admirado hasta la exasperación, perseguido y calumniado con tanto mayor frenesí cuanto que su persistente compromiso con la izquierda universal le llevó a posiciones cercanas al comunismo soviético, del que nunca renegaría aun sin formar jamás parte de él, pues la rebelión francesa de mayo del 68 -que dio origen a las 'disidencias'-, la ceguera que le atacó a partir de 1973 y su muerte siete años después le impidieron ver el derrumbe final de todo aquello.

Pero aquí tenemos al Sartre de su primerísima época, cuya primera narración, La náusea (1938), es una obra maestra, con la que puso de moda la 'novela intelectual', que ya sacudió en su tiempo el panorama literario en su país y el del mundo occidental después de la guerra. El joven Sartre, que ya había intentado a la vez la filosofía y el relato breve, la empezó a escribir a principios de los años treinta y le había puesto un título prometedor, Melancolía, que le había sido inspirado por un grabado de Durero. 'Estoy escribiendo un factum sobre la contingencia', dijo entonces en carta a un amigo: un factum era un informe y un alegato a la vez en la jerga de los alumnos de la Escuela Normal Superior, elitista 'Gran Escuela' francesa donde se formó el huérfano de padre (oficial de Marina) Jean-Paul Sartre, descendiente también de profesores y funcionarios, que por entonces ya era un joven catedrático de Filosofía en un instituto en París, tras haber pasado por Le Havre, Laon y un curso becado en Berlín, donde terminó de poner a punto el manuscrito de lo que pronto sería La náusea -título hallado por su editor, Gastón Gallimard-, al que pronto siguió otra de sus obras maestras, las cinco novelas breves de El muro (1939).

El joven Sartre era un burgués en lucha contra la burguesía y su cultura establecida, rebelde, impregnado de formación filosófica alemana, lector de Husserl, Heidegger y los narradores norteamericanos, entre la fenomenología y el existencialismo, que le inspiró aquello de que 'la existencia precede a la esencia'. Pero La náusea le reveló que la 'existencia' es un absurdo, una presencia repleta de vacío, como la gigantesca raíz de un gran castaño en el jardín público de Bouville, recreación de una ciudad provinciana inspirada en Le Havre, Rouen y Laon, por donde pasea e investiga un personaje, Antoine Roquentin, que no deja de recordarnos a su propio autor. Un historiador que investiga la vida de un aventurero del XVIII, el marqués de Rollebon, quien deambula entre su hotel, los bares y restaurantes y la biblioteca de la ciudad retratando la 'mala fe' de sus tipos y personajes, intentando recuperar algunos momentos de su vida anterior que le proporcionen el sentido a una existencia que le parece vacía y agotada. 'El hombre es una pasión inútil' y 'El infierno son los demás' son frases que de aquí surgen, de una existencia sin sentido que le provoca una 'náusea' a repetición de la que no puede salir. ¿Existir? ¿Y para qué? La revelación 'vegetal' de la náusea supone el descubrimiento de la contingencia universal, porque el hombre no es 'necesario', una antigua amiga le abandona del todo y el mismo Roquentin decide abandonar su propia obra, no sin soñar -pese a su negrura, Sartre fue siempre optimista- en volver a escribir alguna vez. En este magistral pre-Sartre (subjetivo, personalista, anarquista y rebelde) está ya completo todo el Sartre posterior cuyo conocimiento nos sigue enriqueciendo.

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