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CLÁSICOS DEL SIGLO XX: UNA INVITACIÓN A LA LECTURA

'La náusea', de Jean-Paul Sartre

EL PAÍS presenta la primera novela de uno de los mayores intelectuales europeos del pasado siglo

Admirado, odiado, discutido, ensalzado..., el filósofo, ensayista, dramaturgo y novelista francés Jean-Paul Sartre (1905-1980) ocupó el epicentro intelectual europeo de buena parte del pasado siglo, y lo hizo desde un difícilmente discutible talento y un compromiso político en el que trató de compaginar la pasión con la coherencia. En cualquier caso, pocos intelectuales fueron más discutidos y alabados que este joven catedrático de instituto de Filosofía que abandonó muy pronto la docencia funcionarial para despertar todo tipo de sentimientos y sensaciones salvo el de la indiferencia. En el ámbito del pensamiento fue el mayor representante del existencialismo francés y su capacidad de entrega a las causas y a las ideas en las que creyó le llevaron a involucrar ese concepto del mundo en todo lo que hacía, de tal modo que incluso en sus obras literarias se proyectaba el pensamiento existencialista. En 1938 publicó su primera novela, La náusea (que EL PAÍS ofrecerá mañana a sus lectores por tres euros), y en la que surge esa convicción de que la existencia precede a la esencia, es decir, que el hombre ante todo existe, se encuentra a sí mismo, se revuelve y desarrolla en el mundo y se define después. Está, pues, condenado a ser libre pues suya es la absoluta responsabilidad de renovarse. En 1964 se le concedió el Premio Nobel de Literatura, distinción que se negó a aceptar pues siempre pensó que las distinciones a un escritor podían influir negativamente en su obra.

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Feo, brillante y comprometido

La misión de la literatura

Sartre es considerado todavía hoy como el arquetipo de intelectual comprometido. En 1965, Jorge Semprún preguntó al escritor durante una entrevista publicada en los Cuadernos de Ruedo Ibérico cuál era su concepción de la literatura: 'Entiendo que la literatura debe darnos no sólo una representación total del mundo -como pienso que Kafka la ha dado de su mundo-, sino que también debía de ser un estímulo de la acción, al menos por sus aspectos críticos. Por tanto, el compromiso, del que tanto se ha hablado, no constituye de ninguna manera, para mí, una especie de rechazo o disminución de los poderes propios de la literatura. Al contrario, los aumenta al máximo. [...] Pienso que debemos contentarnos con dar esa imagen del mundo a las gentes de esta época, para que puedan reconocerse en ella y que, luego, hagan con ella lo que puedan'.

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