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Columna
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Desasosiego

Si el Estatuto vasco hubiera tenido otro derrotero, es muy probable que no se nos hubiera ocurrido pensar, con los ilustrados y revolucionarios liberales, que la unidad constitucional de España es un proceso civilizador, humanista, garante de la igualdad y la libertad del individuo. Después de descubrir el derrotero del Estatuto vasco, que no ha servido para que ETA desaparezca sino para llevar al radicalismo al PNV, encontramos con envidia en España, en la España constitucional, unos valores democráticos de los que carecemos en el País Vasco.

Descubrimos lo simple que es la dialéctica política entre los partidos en el resto de España -simpleza que no deja de tener sus riesgos-, donde el PP no piensa más que en sostenerse en el poder, apuntalándose en su firmeza frente al nacionalismo vasco, y el PSOE, con una cierta obsesión y angustia en echarle de ese poder, le planta batalla como si fuera la derechona histórica de España. Esa obsesión le desarma para entender, a lo ancho de su amplia y plural base de militantes, la importancia de la unidad del Estado, por el hecho de que de ello hace gala su adversario político. Se produce así el contrasentido de que el descubrimiento de la importancia de la unidad del Estado, que en Euskadi acabamos de entender a base de palos, no es comprendida por la militancia del PSOE, que acaba asumiendo una cierta simpatía por los nacionalismo periféricos. Esto le supone a esa militancia un cierto abandono de su españolidad democrática, de la que hasta hace pocos años eran exclusiva valedora. Quizás se deba sólo a una cuestión de fobias y filias; en general, a quien tiene más fobia es al PP, no al PNV.

Este hallazgo de España desde Euskadi no es algo teórico, ni mucho menos un empecinamiento doctrinal sobre los beneficios de la unidad y la integración. Es, por el contrario, el hallazgo empírico de que la deriva del localismo hacia la secesión nos descubre un día una sociedad desarticulada, un déficit institucional tercermundista, un ingente número de personas protegidas y el terrorismo profundamente enquistado. Socialmente, el localismo canovista del siglo XIX, conservador y reaccionario, era menos maligno que la situación de alarma social e inestabilidad política que hoy padecemos en Euskadi. Por acción del nacionalismo estamos a las puertas de que la mitad de la población rompa con la otra mitad, fenómeno traumático donde los haya y de consecuencias predecibles.

Es muy posible que la obsesión izquierdista por derrocar al PP facilite el abandono de causa tan ilustrada como la unidad del Estado y la prevalencia de la igualdad y la libertad, cuando ese patrimonio había pertenecido a la izquierda, salvo, quizás, al anarquismo; que, en vez de garantizar esos valores, un insano pragmatismo lleve a la izquierda a dejar esas banderas en manos de la derecha, y con ellas la defensa de derechos fundamentales del ciudadano, seducida simplemente porque el nacionalismo es lo más subversivo que hay hoy contra el Estado. También fue subversivo, en apariencia, el nacionalsocialismo y no era cuestión de dejarse seducir por él, aunque hubo mucho izquierdista y progre que acabara cayendo en sus redes. El socialismo español, salvo excepciones (no es cierto que su origen fuera libertario: nació enfrentado a él), era esencialmente ilustrado, aunque padeciera contradicciones hijas del pragmatismo, y no debiera abandonar ese fundamento histórico.

Por eso produjo cierto desasosiego la campaña que presentó el PSE bajo el lema de 'más Estatuto'. Estatuto en cuanto conexión, complementariedad, vínculo de unión con el Estado es válido, pero no necesita exagerarse; es simplemente Estatuto, sin más. No olvidemos que el nacionalismo vasco, después de haber estado durante veinte años exigiendo más Estatuto, ha terminado reclamando la secesión como un derecho.

Si se desea que siga siéndolo, el Estatuto sólo puede ser Estatuto, ni más, ni menos. Y no es cierto que el PSOE ni el PP estuvieran nunca con él, como dice Ibarretxe. El Estatuto hubiera sido imposible sin ambos partidos, como va ser imposible su futuro si el nacionalismo, que lo ha abandonado, sigue siendo la fuerza hegemónica en el país. De ahí la necesidad de la alternativa constitucional y estatutaria.

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