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La reconstrucción argentina

Si los dirigentes políticos argentinos fueran menos módicos, intelectual y moralmente, la crisis de Argentina podría verse con más objetividad. Podría, también, entreverse que el sendero de su conflicto se bifurca ahora, como en el jardín de Borges, entre la reconstrucción y el infierno. Uno de los problemas que obstruyen la elección del camino correcto es, en efecto, una estirpe política local, descarriada y frívola, egocéntrica hasta el extremo de no reconocer su propia derrota.

Sin embargo, no es ése su único problema. Tal vez no exista otro país (en América Latina, por lo menos) que haya seguido con tanta disciplina las políticas del consenso de Washington. Durante una década, abrió las puertas de su aduana al libre comercio como no lo han hecho ni los profetas de esa religión; dejó entrar y salir a los capitales financieros golondrinas, que se llevaron monumentales ganancias; entregó todas las empresas de servicios públicos al capital extranjero (sin establecer mínimas políticas regulatorias y de control), y permitió que lo arroparan todos los consejos del Fondo Monetario Internacional. Además del desquicio interno, Argentina fue una probeta en el laboratorio de la inexperta globalización. En 1999, el entonces presidente argentino, Carlos Menem, fue recibido en un acto de homenaje inusual en las oficinas centrales del FMI, en Washington.

Durante esa misma década, Brasil debió soportar innumerables presiones del propio FMI, que rechazó puntualmente, para que hiciera 'lo mismo que la Argentina'; esto es, para que fijara una convertibilidad que atara su moneda al dólar. Chile resistió el mismo consejo ('hacer lo mismo que la Argentina') para que permitiera ingresar sin condiciones a los inversores de capitales golondrinas, que llegan y se van rápidamente. Ninguno de los dos siguió esas recomendaciones.

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Brasil y Chile, que advirtieron a tiempo los riesgos de una globalización controlada sólo por empresas y capitales financieros, carente, por lo tanto, de una mínima conducción política, son ahora los ejemplos de 'países serios' frente a un 'país irresponsable' (Argentina).

En el medio, cambiaron las políticas de Washington y del FMI. Ya no habría paquetes de ayuda para nadie, dijeron, aunque luego se desdijeron en los hechos. Los capitales financieros comenzaron a huir de los mercados emergentes. Argentina se quedó con una deuda monumental y casi sin empresas nacionales, arrasadas casi todas por una exagerada apertura comercial.

Hay una primera responsabilidad de los dirigentes argentinos: actuaron con indolencia. Dejaron la fijación de las políticas fundamentales del país en manos de burócratas internacionales, seducidos por el interminable juego de la prueba y el error. Era, sin duda, más cómodo que otros hicieran el trabajo que les tocaba, mientras ellos pasaban de políticos pobres a gobernantes ricos. Todo hay que decirlo: la corrupción de muchos políticos argentinos fue una condición que toleraron, por razones distintas, tanto norteamericanos como europeos.

Argentina empezó a hundirse en enero de 1999 cuando Brasil decidió su devaluación. Hacia Brasil iba más de un tercio de las exportaciones argentinas. El tipo de cambio fijo de Argentina, la famosa convertibilidad, le restó en el acto capacidad para competir fuera de sus fronteras. Brasil no tiene la culpa; fue Argentina la que no pudo -o no supo- acomodarse a un mundo proclive a la ductilidad de los tipos de cambio.

Comenzó entonces un forcejeo insoportable: la economía exigía un ajuste o una devaluación (pequeña entonces), pero la sociedad argentina se resistía, aterrorizada por el solo recuerdo de los tiempos de hiperinflación. Casi todas las empresas de servicios públicos, muchas de ellas españolas, presionaban en el mismo sentido de la sociedad: no debía tocarse la convertibilidad, porque los precios de las tarifas estaban valuados en dólares. No vieron que el retraso cambiario empobrecía a la sociedad, por obra de una pertinaz recesión, y que el estallido sería a la larga mucho peor que la corrección cambiaria, como finalmente sucedió.

El segundo mandato de Menem (1995-1999) no registró ningún esfuerzo destacable para reducir los gastos del Estado, mientras la deuda pública alcanzaba dimensiones homéricas. En el año 2000, Argentina necesitaba de créditos al ritmo de 2000 millones de dólares mensuales para cumplir con los compromisos de la deuda y para financiar el déficit de sus cuentas públicas. Menem acababa de dejar el Gobierno, consentido por el halago del FMI y de los gobiernos europeos.

El FMI pasó de proteger la convertibilidad a promover la absoluta libertad del tipo de cambio. El sofisticado francés Michel Camdessus había sido reemplazado por el duro alemán Horst Köhler en la dirección del FMI. La intransigente norteamericana Anne Krueger había relevado al sagaz Stanley Fischer, también norteamericano, en la poderosa subdirección del organismo multilateral. Pero, ¿era posible pasar de un tipo de cambio fijo, que duró una década, a otro absolutamente libre y flotante, ya con el país sin bancos, sin crédito interno ni externo, y con casi cuatro años de recesión en sus espaldas?

La decisión quedó, otra vez, en manos de los burócratas. El Gobierno argentino de Eduardo Duhalde, transitorio, débil e intelectualmente pobre, volvió a aceptar la receta tal como se la enviaron desde Washington. Resultado: la devaluación fue del 250% en pocas semanas, la inmensa clase media argentina (el único distintivo argentino real con respecto de América Latina) se esfumó tras la línea de la pobreza, las empresas nacionales y extranjeras quedaron endeudas en dólares en el exterior, mientras facturaban en pesos devaluados dentro del país, y los bancos fueron condenados a un corralito mucho más pequeño y estrecho aún. El irresponsable default de la deuda pública y privada (otra derrota convertida en victoria por la ceguera de los políticos argentinos) terminó por aislar definitivamente a Argentina y por hacer interminable el castigo internacional que aún le propinan.

Muy pocos países pueden caer al abismo y no morir en el intento. Argentina no ha muerto. El 'otro' país está intacto: su producción agropecuaria, que alcanzó niveles inéditos en este año, sigue siendo una de las más avanzadas en progreso tecnológico; las investigaciones en genética y en biotecnología continúan sorprendiendo casi cotidianamente; sus científicos son capaces de fabricar satélites, que han pasado por todas las pruebas internacionales, y reactores nucleares que ganan licitaciones en el extranjero (en Australia, por ejemplo) frente a los países más avanzados. La alianza comercial de Argentina y Brasil convierte a ambos países, juntos, en el mercado productor de alimentos más importante del mundo.

Las empresas IBM y Microsoft están levantado en Argentina polos de producción de software para exportar, porque, argumentan, la devaluación lo convirtió en un país competitivo. Además, su clase media se cayó en valores económicos, pero no aún en términos de cultura y educación; el derrumbe fue demasiado reciente y rápido como para borrar una historia muy larga.

El conflicto que no tiene solución todavía es el que refiere a la crisis de sus instituciones; no hay gobernantes ni legisladores ni jueces argentinos que cuenten con un mínimo de credibilidad en la sociedad ni en el mundo. ¿Qué ayuda puede proporcionar el mundo? ¿Qué puede hacer España por Argentina, además de cerrarles en las narices las puertas de Barajas a los argentinos?

Casi la mitad de los argentinos tiene una abuela (o dos, como es mi caso) andaluza o gallega que los acunó con canciones, cuentos y acento españoles. No es de buen gusto recordar los favores que se han hecho. Pero, ¿cómo explicarle emocionalmente a un argentino que la tierra de sus abuelos -o de sus padres- ya no le pertenece? Una enorme mayoría de argentinos desearía vivir, trabajar y progresar en su país en lugar de mendigar trabajos de inmigrantes en una nación que los rechaza. Los buenos recuerdos, para seguir siendo bellos, deben ser sólo recuerdos y no confundirse con la realidad ingrata.

Europa -y España en particular- podría acompañar más de cerca la reconstrucción institucional de la Argentina; los argentinos, cosmopolitas por obra de una raíz inmigrante casi generalizada, optarán por el buen sendero cuando adviertan que al final del camino está un mundo no sólo interesado en hacer buenos negocios. Los negocios han sido excelentes durante una década y podrán seguir siéndolo cuando el país se ponga otra vez de pie. De hecho, España tiene que defender una inversión de 40.000 millones de dólares en Argentina; ha sido el primer país inversor en los años noventa.

Por el contrario, el aislamiento y la indiferencia exterior podrían hacer florecer una mezcla letal de nacionalismo y populismo en las próximas elecciones. Tras el estallido de la crisis, la ausencia de España, el país con mayor influencia en Argentina durante la última década, es iridiscente. Sus posiciones hay que buscarlas en el directorio del FMI o en las oficinas del Departamento del Tesoro de Estados Unidos.

No se trata sólo de ayuda financiera de España, sino de apoyo moral y político, dirigido más a la sociedad que a los políticos vernáculos, tan devaluados como la moneda nacional. Estados Unidos sólo habla de guerras y Argentina no tiene, felizmente, ninguna para ofrecer. Europa se encierra en sí misma y España se ha europeizado demasiado. América Latina -y Argentina sobre todo- podría terminar convertida, así las cosas, en una región perdida dentro de otra década perdida, pagando un precio muy caro por errores propios y ajenos.

Joaquín Morales Solá es columnista político argentino.

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