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Columna
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Z

El gesto de Zapatero de salir por sorpresa a defender su enmienda a los Presupuestos puso en evidencia a Aznar, que le había desafiado a bajar al ruedo a plantear su alternativa, si es que la tenía, lo que él ponía en duda. Su comentario posterior de que se había confirmado que no había alternativa fue desafortunado: lo que transmitió el discurso de Zapatero fue precisamente que ya cuenta con un esbozo de programa alternativo.

No ha sido apreciado como merece el hecho de que un dirigente socialista en la oposición se proclamara partidario del equilibrio presupuestario. Se le ha reprochado que fue un brindis al sol porque a continuación planteó una serie de políticas sociales cuyo coste descabalgaría el equilibrio. Montoro ya tenía calculado al céntimo el importe de esas propuestas: 45.800 millones de euros, lo que resulta sorprendente, porque las acababa de conocer, y contradictorio con su propia incapacidad para evaluar el efecto de la reforma fiscal de 1999, como se le pidió.

El reproche es injusto porque lo que defendió Zapatero es otra estructura del gasto, no aumentarlo. No es lo mismo alcanzar el déficit cero congelando las inversiones en tecnología e infraestructuras, que ayudan a potenciar el crecimiento futuro, que en otras partidas. Las prioridades que adelantó (I+D, enseñanza, vivienda, seguridad, empleo estable) son compatibles con ese criterio. Y la propuesta de creación de una oficina independiente, nombrada por el Congreso, encargada de evaluar permanentemente -y con transparencia- el cumplimiento de los objetivos presupuestarios es una garantía contra el riesgo de descontrol del gasto, viejo pecado socialista.

Hay síntomas, por tanto, de afianzamiento de una alternativa responsable, y también de infravaloración del aspirante por parte de Aznar: el mismo error que cometió Felipe González. El vencedor de las elecciones de 1982 ha reconocido que al principio le 'impacientaba' el estilo de Zapatero, pero ahora le recomienda 'que sea como es'. Ese estilo le ha permitido afianzar su liderazgo interno y forjar una imagen pública muy estimada, según las encuestas. Uno de los motivos de ese afianzamiento ha sido seguramente su actitud respecto al problema del terrorismo -que sigue ocupando el primer lugar entre las preocupaciones de los ciudadanos, según el CIS-, y a su incidencia en la cuestión nacionalista.

Frente a quienes le aconsejaban marcar distancias con el Gobierno en ese terreno, o relativizar su importancia en la agenda política, la experiencia indica que ha sido precisamente su apoyo a iniciativas como la de la ilegalización de Batasuna, y su rechazo sin vacilaciones a la propuesta de Ibarretxe, lo que le ha dado autoridad moral y libertad de movimientos para seleccionar otros temas de confrontación con el Gobierno (empleo, vivienda, seguridad, enseñanza) en los que el consenso no es necesario y que constituyen el eje de su esbozo de programa de centro-izquierda.

A Zapatero aún le falta otra condición para superar la distancia que todavía le saca este PP sin candidato: acreditar que cuenta con un equipo solvente. Alfonso Guerra ha reconocido estos días que en 1979, cuando pareció que iban a ganar, los socialistas carecían de personal preparado para gobernar, que es algo más que reunir un Consejo de Ministros presentable. La moción de censura contra Suárez, en 1980 les dio ocasión de presentar en sociedad a futuros ministros, como Lluch o Solchaga, portavoces de los grupos socialistas catalán y vasco, que compartieron tribuna con González y transmitieron impresión de preparación técnica al sector más moderado del electorado de centro-izquierda, que les veía con simpatía pero les consideraba algo verdes.

Rodríguez Zapatero tiene año y medio para ganarse la confianza de ese sector, sin el que no hay mayoría posible. De momento, cuenta con una ventaja de la que carecen los candidatos probables del PP: el factor Z. La letra que no falta en los apellidos de todos los presidentes salidos de las urnas desde el fin del franquismo: Suárez González, González Márquez, Aznar López. Tampoco faltaba en los de los dos presidentes de la II República: Alcalá-Zamora y Azaña.

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