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47º FESTIVAL DE VALLADOLID

Ventura Pons reconstruye la figura del rumbero Gato Pérez

Concursan los hermanos Dardenne, Anette Olesen y Andreas Dresen

El gran Gato, dirigido por Ventura Pons, es un precioso y vivificador recuento de recuerdos y canciones del músico barcelonés Javier Patricio Pérez, conocido como Gato Pérez, que nació en 1951 en Buenos Aires y murió 40 años después en un pueblo catalán. Interpretan sus músicas colegas suyos que llegaron ayer aquí para contribuir al rescate de la obra y la figura de este singular y mal conocido músico, que convirtió los populares ritmos de la rumba catalana en vehículo de ideas y de poesía.

Esta limpia y viva película devuelve a Ventura Pons a sus orígenes
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La Seminci fue ayer una fiesta. Arroparon en la pantalla del teatro Calderón a la ausencia de Gato Pérez gente que interpretó maravillosamente, con gracia y seducción, 15 canciones suyas, que abarcan desde la rumba canalla primorosamente dibujada por el flaco Tonino Carotone a los elegantes ritmos agitanados que hizo literalmente volar María del Mar Bonet, pasando por actuaciones extraordinarias de Jaume Sisa, Luis Eduardo Aute, Kiko Veneno, Martirio, Clara Montes, Manel Joseph, Moncho, Benjamín Escobar, Los Chichos, Sabor de Gracia, Los Manolos y, como cierre de oro negro, las arrolladoras esencias de la rumba cubana de Lucrecia.

Casi todos ellos quisieron añadir a su contribución a la pantalla de El gran Gato su presencia personal en el estreno de una película que deja ver inequívocamente que ha sido hecha con muchísimas ganas. Es un documento formalmente muy sencillo, un recital a 15 voces de esas 15 canciones, separadas por indagaciones casi telegráficas de la vida de Gato Pérez entre sus familiares y sus amigos; divertidas reconstrucciones de sus locas e interminables escapadas sin rumbo, recordadas por compañeros de juerga; lecciones de suave y bella nostalgia impartidas por algunos viejos merodeadores de la legendaria sala Zeleste, templo de la movida barcelonesa, en que Gato Pérez fue sumo sacerdote.

Escribió Gato Pérez duros versos pesimistas de acera y de taberna, que irrumpían, misteriosamente de manera equilibrada, en la alegría rítmica de las rumbas gitanas barcelonesas y las hacían estallar por dentro con letras como ésta: 'Sí, amigos, la vida es tal como aquí se cuenta. Esto es lo que me espera. Hay que saber derrotar al dolor con el placer y el pensamiento. Hay que seguir sintiendo contra todos y contra todo. Hay que saber que uno está solo'.

Esta limpia y viva película devuelve a Ventura Pons -que ya colaboró con Gato Pérez en 1986, cuando le pidió la música, que Pons considera muy adecuada, para su largometraje La rubia del bar- a sus orígenes en Ocaña, retrato intermitente, película que inaugura la filmografía del director catalán y que fue filmada en los mismos años setenta en que Gato Pérez comenzaba a engancharse de las arrolladoras rumbas heredadas de la tradición de Pescadilla y Peret. Y estamos ante una nueva joya de orfebrería realista y documental que añadir a Calle 54 y Machín, en similar clave musical, y otros muchos hermosos ejercicios de cine documento y de ficción documental que están elevando vertiginosamente el nivel del caudal de realidades soñadas que desde hace unos años enriquecen y ennoblecen al cine español, como es el caso de Tren de sombras, En construcción, La espalda del mundo, Asesinato en febrero, Monos como Becky y muchas otras obras necesarias, para las que este Festival de Valladolid, con su impagable sección Tiempo de Historia, se ha convertido simultáneamente en un vivero y un punto de destino.

Por detrás de la gozosa fiesta de El gran Gato, que no concursa en la sección oficial de la Seminci, entraron en competición tres películas importantes y formalmente cercanas entre sí. La primera es El hijo, un durísimo filme -no bien recibido por un sector de los espectadores matinales de la Seminci, que lo rechazaron- de los creadores de Rosetta y La promesa, los veteranos documentalistas belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne, de nuevo embarcados en una áspera ficción que roza la realidad y pone en carne de gallina a quienes se esfuerzan en ver, más allá de la desolación que muestra, la ternura y la generosidad que esconde. La película no es fácil de ver, ni se soporta bien, porque requiere esfuerzo de concentración y de comprensión. No es cine predigerido, sino cine crudo, al que el espectador tiene la obligación moral de digerir interiormente. Y de ahí el esfuerzo mental y moral que exige en quien va a verla abierto a ella.

La hipótesis argumental manejada en El hijo es así de terrible e inquietante: imaginemos que uno de los niños asesinos de niños de Liverpool, que hace unos meses fue excarcelado, busca ahora trabajo de aprendiz de carpintero y lo encuentra en la misma carpintería donde trabaja como maestro el padre del niño, al que torturó y asesinó hace 10 años. Imaginemos a continuación que, por una grieta de la burocracia penitenciaria, el padre tiene conocimiento de quién es su alumno. El resto es la abrupta, terrible, amarga, excepcional película, que hay que ver con la libertad abierta y el ánimo encogido.

Aunque los contenidos nada tienen que ver, El hijo, en cambio sí tiene relación formal profunda con A mitad de camino y Pequeños contratiempos, dos hermosas películas de estirpe formal cercanas al ascetismo, que han sido dirigidas, respectivamente, por el alemán Andreas Dresen y la debutante danesa Anette Olesen. Grandes películas, gran cine del que hablamos largo y tendido desde el último Festival de Berlín, y a las que habrá que volver cuando se estrenen en los circuitos comerciales.

Un grupo de cantantes, interpretando canciones de El gran Gato, de Ventura Pons.
Un grupo de cantantes, interpretando canciones de El gran Gato, de Ventura Pons.EFE

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