Guatemala: nuevo triunfo de la impunidad
Una vez más, la ciclópea impunidad que siempre ha caracterizado -y sigue caracterizando- a los grandes criminales y represores guatemaltecos vuelve por donde solía. Es decir, por el ignominioso camino que sólo momentáneamente pareció abandonar.
Recordemos que el 24 de abril de 1998 el obispo Juan Gerardi presentaba oficialmente el informe Remhi (Recuperación de la Memoria Histórica), pavoroso pero incontestable documento de 1.500 páginas en cuatro tomos, fruto de la rigurosa investigación desarrollada bajo su dirección por la ODHAG (Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala) sobre los crímenes registrados en el conflicto civil que desde los años sesenta afligió a aquel país. La magnitud y gravedad del genocidio cometido contra la población maya, especialmente entre 1978 y 1983, las formas atroces de matar y mutilar, produciendo un máximo de sufrimiento en las víctimas, en busca de un efecto ejemplificador igualmente máximo, encaminado a lograr la paralización por el terror de aquellas comunidades para disuadirlas de toda hipotética colaboración con la guerrilla, quedaban cruda e inequívocamente demostradas en el informe citado.
Sólo dos días más tarde, el obispo era asesinado dentro de la casa parroquial que habitaba en el centro de la ciudad de Guatemala. Muy pronto las evidencias señalaron a miembros del EMP (el denominado Estado Mayor Presidencial) como autores del crimen. Bajo dicho nombre se oculta un servicio del Ejército, siniestramente conocido y temido, cuya misión teórica consistió inicialmente en dar protección al presidente de la República y su familia. Sin embargo, bajo dicha cobertura se oculta desde hace más de tres décadas un potente servicio secreto militar, capaz de desarrollar acciones encubiertas de información, seguimiento de opositores políticos, designación de víctimas y ejecución directa de éstas, encubriendo tales ejecuciones, en los casos especialmente comprometidos, bajo la apariencia de casos de supuesta delincuencia común.
La potente maquinaria del encubrimiento institucional, destinada a garantizar la impunidad de los asesinos, se puso en marcha de forma inmediata, recurriendo a todas las artimañas y cortinas de humo imaginables. Primero se imputó el crimen a dos indigentes que pernoctaban cerca de la casa parroquial. Después se atribuyó a diferencias y venganzas personales. Más tarde se hizo circular ampliamente la infame versión del 'crimen pasional', consistente en que el asesinato fue cometido por el sacerdote Mario Orantes, colaborador del obispo, atribuyendo calumniosamente una supuesta homosexualidad a ambos protagonistas. Más tarde, y en apoyo de esta tesis, se sostuvo que el obispo había sido ferozmente atacado por el perro Balú, perteneciente a dicho sacerdote, como parte de la agresión que le causó la muerte. Finalmente, los estudios periciales determinaron que dicho animal era incapaz de cualquier agresión, dada su avanzada edad y la grave enfermedad vertebral que padecía.
Derribadas, una tras otra, las sucesivas pantallas de ocultación -robo, venganza personal, crimen pasional, ataque canino-, la presión de los organismos nacionales e internacionales de derechos humanos determinaron finalmente que un nuevo fiscal estudiara por primera vez la más lógica de las hipótesis: la motivación sociopolítica. Las contundentes revelaciones del informe Remhi afectaban de lleno al Ejército como estamento social, y la historia de las últimas décadas en Guatemala aportaba datos concluyentes para saber lo que ocurre cuando aquel Ejército se considera seriamente perjudicado por alguna importante personalidad, supuestamente merecedora de la calificación de 'enemigo interior'. Los casos de la antropóloga Myrna Mack, el candidato presidencial Jorge Carpio, el ex alcalde de Guatemala Colom Argueta, el religioso marista Moisés Cisneros, el catedrático Apolo Carranza y el pastor evangélico Manuel Saquic, entre otros, fueron zanjados siempre mediante el asesinato de la víctima, intentando encubrir en todos ellos el móvil político del crimen, según constató Minugua (Misión de la ONU en Guatemala) en su informe del 17 de enero de 2000. El mismo informe constataba 'la participación de grupos de élite del Ejército en asesinatos de relevancia nacional'. En consecuencia, con estos rotundos antecedentes, la autoría militar, para el caso Gerardi, aparecía como la hipótesis de más obligada investigación.
A partir del momento en que se asumió esta correcta línea, las pruebas sobre la participación en el crimen de militares, miembros del EMP, emergieron con imparable evidencia. Pero, al mismo tiempo, las presiones y amenazas proliferaron contra fiscales, jueces, abogados y testigos. La renuncia fulminante y la salida precipitada del país se convirtió en una de las incidencias más habituales del proceso. Los principales testigos tuvieron que ponerse a salvo en el extranjero. Dos ex militares, que también hubieron de salir al exilio, testificaron y señalaron al EMP -su antiguo destino- como el organismo que planeó y ejecutó el crimen.
Pese a las numerosas incidencias y entorpecimientos de todo género, incluidos los exilios y sucesivos relevos de jueces y fiscales, gracias a la entereza y profesionalidad de un fiscal como Leopoldo Zeissig y de unas jueces como Flor de María García Villatoro y Yasmín Barrios, que soportaron incesantes amenazas y hostigamientos (entre otros episodios, la víspera de la apertura del juicio oral unos desconocidos arrojaron dos granadas de mano contra la casa de la juez Barrios), pudieron ser finalmente juzgados y condenados a 30 años de prisión un coronel, un capitán y un sargento especialista, en calidad de autores materiales de la preparación y ejecución del crimen. Sin embargo, tanto el fiscal Zeissig como la juez Barrios, directamente amenazados, también tuvieron que terminar saliendo del país. Pero aquella sentencia del tribunal de primera instancia, dictada en junio de 2001, constituyó la más magnífica, increíble y esperanzadora excepción, sin precedente alguno en la justicia guatemalteca en cuanto a ruptura de la prácticamente impenetrable impunidad militar.
Pues bien, aquel meritorio y casi heroico logro de la justicia guatemalteca, que significó una inyección de esperanza, acaba de verse patéticamente desactivado. El correspondiente tribunal de apelación ha anulado la sentencia del tribunal de primera instancia, ordenando la repetición del juicio bajo un pretexto formal tan subjetivo como la 'deficiente valoración de la prueba'. Nuestro pesimismo, nunca totalmente contrarrestado por aquella esperanza, se ha visto confirmado: el heroísmo no puede prodigarse, no puede repetirse como vía única para la impartición de justicia. En términos realistas, nadie puede esperar que el mismo tribunal y todos los que han de intervenir ante él soporten las mismas presiones y amenazas, para ellos y para los suyos, que con gran esfuerzo y dificultad soportaron estos últimos años. Difícilmente se puede esperar que los mismos u otros jueces y fiscales demuestren igual fortaleza moral, y que los mismos testigos que declararon y salieron al exilio regresen de éste para comparecer nuevamente, sometiéndose al mismo trance que difícilmente pudieron soportar una vez.
Llegamos, al fin, al punto fundamental. Si, como vemos, aún hoy resulta prácticamente imposible juzgar los crímenes más recientes, como el ya tan citado caso Gerardi, ¿qué posibilidad existe de juzgar allí las monstruosas y masivas atrocidades que consti-tuyeron el genocidio contra la población maya, concentrado principalmente en el terrible y ya lejano quinquenio de 1978 a 1983? Estamos hablando de crímenes incomparablemente más graves en cantidad y calidad que los perpetrados por las dictaduras de Chile y Argentina en aquellos mismos años. Estamos hablando de horrores como no se han conocido en ningún otro lugar del continente americano, según han registrado para la posteridad tanto el ya citado informe de 1998 de la Iglesia católica guatemalteca, que costó la vida a monseñor Gerardi, como el informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU (3.800 páginas en 12 tomos, entregados al secretario general Kofi Annan en febrero de 1999), en el que tuvimos el honor de participar.
He aquí, pues, el punto central: aquellas atrocidades indescriptibles permanecen en la impunidad más absoluta, sin que quepa la más mínima posibilidad de que lleguen a ser juzgadas en Guatemala. Entre otras razones, porque uno de los dos presidentes y máximos responsables de aquellos años de horrores no es otro que el general Efraín Ríos Montt, actual presidente del Parlamento de Guatemala y dirigente del partido actualmente gobernante. Por otra parte, la naciente Corte Penal Internacional tampoco podrá jamás juzgar aquellos crímenes, dada la irretroactividad establecida por su Estatuto de Roma (1998), que le impide ocuparse de todo caso anterior al 1 de julio de 2002.
Conclusión: sólo la causa abierta ante la Audiencia Nacional española, cuya competencia jurisdiccional sobre los casos de Guatemala permanece pendiente de resolución por el Tribunal Supremo, permitiría un legítimo y justificado intento de hacer frente a aquella intolerable impunidad, al amparo del principio de Justicia Universal asumido por nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial y por los Convenios Internacionales contra la Tortura (1984) y contra el Genocidio (1948), ratificados ambos por España y por Guatemala. Si ya la justicia española se proclamó en 1998 competente para juzgar los crímenes de las dictaduras argentina y chilena, con harta mayor evidencia y motivación debería hacerlo en el caso de Guatemala. Así lo esperamos. Una resolución denegatoria supondría asumir la impunidad definitiva para uno de los genocidios más abominables que la humanidad del siglo XX tuvo que padecer, y cuyos autores permanecen todavía en la más ignominiosa y amenazadora libertad.
Prudencio García es investigador y consultor internacional del INACS. Ex miembro del equipo de expertos internacionales de la CEH (Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU sobre Guatemala).
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