Plomo chapado en oro
Aguardan agazapadas detrás de los ojos del espectador -mientras éste sufre una película como Spider, llena, atestada, de negruras tercas, sosas y neciamente sofisticadas, y de efectismos truculentos y de terrores y terrorcitos de salón- algunas preguntas ingenuas, pero que por ingenuas son crueles e incluso mortales, ya que traen feroces interrogaciones del sentido común a una pantalla tan rebuscada que, aunque arranca bien, acaba estragando, a la manera de esos banquetes que, tras un agobiante bombardero de esquinados manjares de nouvelle cuisine, hacen pedir a gritos al comensal que le traigan un bocata de ajo y sardinas.
Y es que Spider va de cosa tan culta y honda que esas sus honduras soportan mal cuestiones vivas a flor de piel, como un 'de qué narices va esto?', o '¿con qué demonios me están embaucando?', cuya simple formulación echa estrepitosamente por los suelos al retorcido y, a medida que avanza más mentiroso, tinglado del tragedión. Un tinglado que es una descarada simulación de hondura, porque los pozos del alma que Spider quiere y no puede relatar son tan sólo simples, vulgares camufajes de oquedades artísticas. Y el ingenio de sus creadores -del novelista irlandés Patrick McGrath al, famoso por sus rarezas, amaneramientos y estudiados refinamientos, director canadiense David Cronenberg- es tan sólo el baño de oro que da brillo a una nadería o, encogiendo con dureza la palabra, a una nada.
SPIDER
Dirección: David Cronenberg. Guión: Patrick McGrath, basado en su novela. Intérpretes: Ralph Fiennes, Miranda Richardsdon, Gabriel Byrne, Bradley Hall, Lynn Redgrave. Género: thriller. U.K.-FRancia Canadá, 2002. Duración: 98 minutos.
Pasado de rosca
Por el agujero que abre en la maraña de negruras de diseño de Spider una pregunta tan simple y diáfana como '¿por qué tanta agresión al buen gusto?', salta la condición de mercancía averiada de la película; y se esfuman las bondades -que son más de cosmética que de piel, más de atrezzo que de carne- que en su arranque promete el juego tremendista y oscurantista de este innecesario e inane juego de thriller mental, este vacío, trucado y falsario enigma mórbido en que nos quiere involucrar David Cronenberg, cineasta con inclinaciones a negruras de escaparate, que aquí desaprovecha la concienzuda composición de un Ralph Fiennes -bien arropado por el turbio triángulo que forma con Miranda Richardson y Gabriel Byrne, envueltos en las atmósferas tenebristas de una poderosa fotografía- monocorde y pasado de rosca.
No crea Spider sensación de necesidad y credibilidad en el bestial infierno íntimo que enuncia, un infierno de diseño arbitrario, calculado y previsible, pues a media película se adivinan sus siniestros recovecos finales, en los que Cronenberg quiere hacer pasar por noble materia de misterio a la vulgar carnaza de un simple secreto que, para colmo, es un secreto a voces.
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