La casa en la ciudad de las siete torres
Tomemos distancia. Nuestro presente nos exige que volvamos sin cesar la mirada a las simas de la historia. En febrero de 1937, el periodista exiliado Herbert Frahm, de sobrenombre Willy Brandt, viajó desde Oslo a Barcelona pasando por París. Iba en nombre del Partido Socialista Obrero de Noruega para informarse de la situación en la Guerra Civil española. Sólo tenía 24 años, pero la huida de Alemania y la tenaz lucha contra el fascismo y el nacionalsocialismo le habían proporcionado harta experiencia. Era más maduro que lo que hacía suponer su edad. Se había visto forzado a tomar decisiones fundamentales que habían marcado su existencia; y había tenido que ver cómo un pueblo, el suyo, se encaminaba al desvarío.
Willy Brandt, el pragmático, no perdía, sin embargo, nunca de vista las metas utópicas
Lo que él nos legó exige su continuación. En la esfera nacional y en el ámbito mundial
Y ahora, en el mes de mayo del año de su viaje, pudo observar cómo los comunistas en Barcelona, por orden de la Komintern controlada por los soviéticos, o sea, desde posiciones dogmáticas, conducían en plena guerra una guerra dentro del campo de la izquierda contra anarquistas, trotskistas y otros desviacionistas. Purgas, así es como se llamaban semejantes acciones. Igual que el escritor George Orwell, a quien conoció antes de que éste fuera herido en el frente, Willy Brandt fue también testigo de la masacre. Mientras la Falange de Franco atenazaba Madrid, miles de republicanos eran liquidados por los comunistas. De estos crímenes trata el libro de George Orwell Homenaje a Cataluña. También Willy Brandt, apenas hubo abandonado España, informó a sus compañeros de lo que había visto. Otra experiencia más, de efectos duraderos.
Pero en París muchos titubearon antes de aceptar hechos tan deprimentes. En los círculos de los exilados alemanes tuvo el periodista viajero un encuentro con el escritor Heinrich Mann. Éste contempló al joven socialista con benevolencia y sin ninguna prevención política en cuanto se enteró de que era originario de Lübeck. Comenzaron a charlar. Willy Brandt ha contado más tarde este encuentro con gusto y resaltando lo anecdótico. Se me ha quedado grabada su risa cuando llegaba a la pregunta que le hizo el famoso escritor: 'Y dígame, joven, ¿siguen todavía en pie la siete torres de nuestra común patria chica?'. Habrá sido la nostalgia la que le dictó semejante pregunta al autor de El súbdito. Su imagen de Alemania se desmoronaba. Presentía la destrucción que amenazaba a su patria. De ahí la preocupación por su ciudad natal, adornada por múltiples torres. Y por eso el discurso que tengo el honor de pronunciar hoy se titula: 'La casa en la ciudad de las siete torres'.
La casa lleva ya mucho tiempo en la Königstrasse, y está vacía. Pero muy pronto, en su función de Willy-Brandt-Haus, se verá animada por la fecunda herencia política de un hombre de Estado de rango mundial, nacido en Lübeck el 16 de diciembre de 1913, que se crió aquí de padre desconocido y que, siendo todavía estudiante de secundaria en el instituto Johanneum, escribió un artículo en el periódico y llegó a polemizar con su padre adoptivo político, el socialdemócrata Julius Leber. Ya muy temprano se expresaba en él el resuelto antifascista. En la noche del 1 al 2 de abril de 1933 tuvo que abandonar su ciudad natal: desde Travemünde un barco pesquero le llevó a la isla danesa de Falster. A la fuerza, Herbert Frahm pasó a llamarse Willy Brandt. Pero, a partir de ahora, en las habitaciones del edificio de la Königstrasse puede mostrarse que, por fin, ha vuelto a su casa.
Yo conocí a Willy Brandt a finales del verano de 1961. Como alcalde-gobernador de Berlín Occidental era también, y por primera vez, el candidato a canciller por el SPD, ya que, pocas semanas después del comienzo de la construcción del Muro a través de la ciudad de Berlín, se celebraban las elecciones generales al Bundestag. El exilio del joven de padre desconocido y el viaje a Barcelona como datos de su biografía fueron, décadas más tarde, materia de polémica y manipulación de sus adversarios políticos hasta llegar a alimentar una campaña de difamación permanente y de larga duración, entre otros en la Neue Presse de Passau y otros periódicos del grupo Springer. El a la sazón canciller federal, Konrad Adenauer, y su discípulo Franz Josef Strauss, fueron quienes la iniciaron empleando el origen como hijo de madre soltera y el destino de exiliado político de su adversario de manera sumamente eficaz en sus discursos electorales. Querían aniquilarle como sólo se hace con un enemigo. ¡Vaya pareja de cristianos!
Al difamado, a quien las consecuencias inmediatas de la construcción del Muro le suponían un enorme desgaste en aquellos días, éstas y posteriores calumnias le infligieron heridas sin remedio. Por aquel entonces parecía fácil pescar en aguas electorales con semejantes denuncias e insinuaciones rastreras. Y el intento de asesinato por difamación quedó sin castigo. La opinión pública reaccionó con tibieza. Como mucho, lo que estaban cometiendo los difamadores se tildaba de 'delito leve', tolerable. Pero a mí estas repugnantes acusaciones me conmovieron y me impulsaron a cumplir como escritor mi deber de ciudadano, participando con fuerza y claridad en defensa del difamado. Cerré la tapa del tintero, abandoné el escritorio y tomé partido.
Pocos años más tarde pasamos a considerarnos amigos, aunque no podíamos haber sido más diferentes. Pero aparte de nuestra amistad basada en la cercanía y la distancia, yo le debo mucho a Willy Brandt. Lo que en la creación literaria me resultaba fácil y natural, considerar hasta los detalles más insignificantes y, sin embargo, no extraviarme en los hechos y vinculaciones generales por confusos, contradictorios y a menudo escondidos que estuvieran, eso lo aprendí ahora a reconocer en la esfera de la política, y a nombrarlo con claridad en los discursos públicos. Él era para mí un ejemplo en acción, no un modelo al que debiera copiar sin crítica alguna; a ninguno de los dos nos han gustado nunca los oratorios domésticos de ese tipo.
Willy Brandt, el pragmático, para quien lo posible había de ser más importante que lo deseable, no perdía sin embargo nunca de vista las metas lejanas, utópicas. Tanto como canciller federal o, años más tarde, enfrentándose a nuevas tareas como presidente de la Comisión Norte-Sur, jamás perdía el aliento de corredor de fondo, entendiendo siempre las necesidades más acuciantes de las personas y mostrando vías para salir de apuros, aunque fuera paso a paso. Conocía perfectamente las victorias parciales y las derrotas notorias. El reverso de la medalla del progreso, la melancolía, le acompañó con harta frecuencia en su quehacer. En su periplo político pudo superar
algunos obstáculos sólo después de intentarlo tres veces. Muchas veces tenía que preguntarme: ¿qué le sostiene, qué le impulsa a enfrentarse una y otra vez a tales penalidades? Es ahora, diez años después de su muerte, cuando empezamos a comprender la sagacidad y visión política, la enorme capacidad de anticiparse al futuro que le ha distinguido y que, al mismo tiempo, le impuso una pesada carga, la de la preocupación e intuición de todo lo que ahora ya se ha presentado como una crisis que hace temblar los cimientos del mundo. De eso hablaré más tarde.
Por eso veo la casa de la Königsstrasse más como una sede para la acción que como simplemente conmemorativa, ya que quien quiera honrar la labor política de Willy Brandt deberá continuarla diez años después de su muerte: ésta estaba orientada hacia el futuro y, por lo tanto, no se la puede considerar acabada.
La apurada victoria de la coalición rojiverde compromete a ambos partidos a completar su trabajosa y pragmática tarea cotidiana haciendo de las concepciones desarrolladas por Willy Brandt la base de su trabajo político y nutriéndose de su capacidad visionaria. Hay que consumar la unidad alemana para que por fin 'se junte lo que no debió estar separado', y hay que tomar nota de una vez de las conclusiones de la Comisión Norte-Sur, que dirigió Willy Brandt, después de tantos años de ignorarlos, a fin de entender que la política de desarrollo a favor de unos pueblos del Tercer Mundo que sufren el empobrecimiento y la explotación es, prioritariamente, una contribución a la lucha contra el terrorismo.
En ambos campos, la reducción paso a paso de la tensión Este-Oeste y la anticipación de una agudización del conflicto Norte-Sur, lo que le importaba a Willy Brandt era el mantenimiento de la paz mediante una mayor justicia y la superación paulatina de antagonismos anquilosados de forma dogmática. Quizá sea útil e ilustrativo echar ahora un vistazo, desde mucha distancia y alejándose de cierta autocontemplación alemana, a aquel prolongado proceso que está ligado al nombre de Willy Brandt bajo el título algo impreciso de política de distensión.
Hace cuatro meses visité Corea del Sur a invitación del Instituto Goethe y de una universidad de Seúl que celebraba un simposio dentro de un programa dedicado a los problemas de la prolongada existencia de dos Estados separados en su país. Me solicitaron, mencionando mis comentarios críticos al proceso de la unidad alemana, que les expusiera las experiencias propias. Lo que pretendían, según indicaron cortésmente, era aprender a no repetir los errores alemanes buscando más las vías para ponerse de acuerdo que la misma unidad.
Así que me presenté en Corea y conmigo llegó, también invitado por el Instituto Goethe en Seúl, el escritor de Alemania oriental Uwe Kolbe. Durante dos días se sucedieron las conferencias y los debates. Pero no sólo se hablaba de Corea del Sur y Corea del Norte y de la distancia doblemente vigilada entre ambas partes del país. Percibimos con sorpresa cómo los políticos y politólogos participantes estaban familiarizados hasta el último detalle con la política de Alemania de principios de los años setenta. La tesis de Egon Bahr del 'cambio a través del acercamiento' no se quedó en mera cita, sino que se reconoció como posibilidad en relación con las dificultades coreanas. Se recordó en varias ocasiones que fue Willy Brandt, que prácticamente nunca hablaba de la unificación de ambos Estados alemanes, quien, sin embargo, le abrió el camino. Y aún más, dedicándose a hacer en cada momento lo más evidente -reunificaciones familiares, más facilidades para pasar la frontera, mejora de las vías de comunicación de tránsito y otras medidas semejantes- nunca convirtió la anexión del otro Estado en el objetivo de sus acciones, como posteriormente ocurriría en un abrir y cerrar de ojos, y jamás lo situó en un primer plano, porque habría asustado a la otra parte; y así se fue haciendo posible, paso a paso, lo que en el año 1990 desgraciadamente se ejecutó a toda prisa y, consiguientemente, con mucho exceso de desconsideración y falta de reflexión.
En Corea no se habló del estado actual de una unidad alemana a la que, si bien por una parte ha sonreído la fortuna, también ha dañado la aplastante dominación occidental. Allí se hallan en el comienzo. Apenas se han digerido los primeros reveses. Desde que el presidente estadounidense designó a Corea del Norte como 'régimen maligno' y parte del 'eje del mal', los dirigentes de este país aislado se muestran más reticentes que lo que en realidad les permite su angustiosa situación económica. Por persona interpuesta, Seúl estaba buscando apoyo exterior, consejo de la experiencia de otros, y confiaba así en reanimar un debate que debería encontrar vías practicables; parece que ahora vuelve a moverse algo, intentándose algo parecido, tan útil y tan trabajoso, como la 'política de ir paso a paso' a la coreana.
Y con ello llego a la Casa de Willy Brandt en Lübeck. En sus salones deberían continuarse las conversaciones ya iniciadas. Debería invitarse a políticos, economistas, intelectuales del sur y del norte de Corea. Wolfgang Thierse podría moderar las conversaciones con su experiencia germano-oriental. Sería de desear que también participara Egon Bahr. Sólo con el respeto al interlocutor de turno se puede negociar o, en caso necesario, conquistar mediante la discusión un acuerdo: el esfuerzo por ponerse de acuerdo es condición previa para la unidad, esa que en nuestro país sólo existe sobre el papel; han tenido que ser las inundaciones que han afectado a Alemania en el sur, el este y el norte, las que nos hagan ver a los alemanes qué tenemos en común.
Pero todavía no es bastante. La Casa de Willy Brandt en Lübeck deberá asumir otras tareas. Pues él, que da su nombre a la casa y para quien trasladar piedras según el principio de Sísifo fue una disciplina que le acompañó toda su vida, ha dejado ejemplos de una política que sigue vigente en todo el mundo. Cuando en 1973 habló ante Naciones Unidas, siendo así el primer canciller federal alemán en hacerlo, se centró en el tema de la creciente miseria en los países del Tercer Mundo. La casualidad quiso que yo estuviera entonces en
de asistir en el edificio de la ONU a su admirable discurso, que hallaba su punto culminante en la frase: 'El hambre también es la guerra'. Un diagnóstico que fue abortado inmediatamente por el aplauso. Y no ocurrió nada más. Se prosiguió con el orden del día, que es lo que se suele hacer cuando una verdad pronunciada muy crudamente amenaza con perturbar el consenso.
Pero él continuó con el tema. Ya no como canciller federal, pero sí como presidente de la Comisión Norte-Sur, dedicándose a poner al descubierto la relación existente entre la carrera armamentista de los pactos militares del Este y del Oeste y la pobreza en los países en desarrollo. El Banco Mundial fue el que hizo el encargo y las Naciones Unidas suscribieron como patrocinadores. En una época en que, pese al languidecimiento de la guerra fría, el conflicto Este-Oeste seguía dominando la escena política, Willy Brandt intentó que el mundo se interesara por la situación conflictiva del Sur, marginada pese a su presencia cotidiana y sus evidentes y sombrías perspectivas, procurando poner en primer plano la contraposición escandalosa entre pobres y ricos, entre la opulencia de un lado y el hambre del otro, y llamar la atención sobre la creciente amargura de los países pobres de Asia, África y Latinoamérica, la arrogancia del rico Norte, que ni estaba ni está dispuesto a renunciar a una parte de su riqueza sobrante ni de su poder económico.
En vano reivindicaba Willy Brandt un 'nuevo orden económico mundial' que les abriera los mercados del rico Norte a los países en desarrollo. En vano reclamaba una 'política interior mundial' a la que se tuvieran que supeditar los intereses nacionales. En vano advirtió de las consecuencias de una pasividad que se escondía detrás de muchas palabras. Nadie fue capaz de escuchar sus reivindicaciones, reclamaciones y advertencias. Incluso su propio partido, del cual era presidente, hizo oídos sordos.
Cuando hace un año los atentados terroristas en Nueva York y Washington asustaron sobre todo a la parte minoritaria pero más rica y poderosa del mundo, nos habría sido de gran ayuda traer a la memoria el Informe Norte-Sur de Willy Brandt, o también su libro aparecido en 1985, La locura organizada: carrera armamentista y hambre en el mundo, para reconocer en los países pobres las causas de la decepción, la amargura, la ira y el odio, algo que finalmente se convierte en terrorismo vengativo. Pero ocurrió lo contrario. Se ha impuesto la opinión de que hay que apoyarse en la fuerza militar, y también en nuevas leyes que proponen recortar el propio espacio democrático de libertades. Como si alguna vez una guerra hubiera resuelto un problema, mitigado el hambre, encontrado remedio a la pobreza, contrarrestado la mortalidad infantil, llevado agua a las regiones secas o fomentado el comercio; excepto, claro está, el comercio de armas.
Y, sin embargo, una nueva guerra es inminente. Porque el terrorismo, según la lógica de la locura, condiciona un contraterrorismo. Porque la única superpotencia que queda necesita tener un enemigo. Porque el actual presidente de los Estados Unidos considera la crítica de los aliados como delito de lesa majestad: 'El que no está con nosotros está contra nosotros', y porque la 'locura organizada' se ratifica una y otra vez. O ¿acaso sea posible encontrar remedio? ¿Será posible que el tan conjurado 'cambio de rumbo' pueda ocurrir en la realidad y no sólo en el papel? Esa es la invitación de la Casa de Willy Brandt. Una vez ganadas las elecciones, para empezar los socialdemócratas deberían retomar, juntamente con los Verdes, las tareas abandonadas, deberían comprender como tarea propia la herencia política de este gran presidente, todo lo que reivindica el Informe Norte-Sur. Quien, con razón, rehúsa participar en la inminente guerra preventiva tiene que desarrollar la alternativa a largo plazo a la política actual de reacción visceral, y realizarla paso a paso hasta que la población del llamado tercer mundo pueda existir con igualdad de derechos en un único mundo, pueda comerciar sin trabas, disponer sobre sus materias primas, pueda autodeterminarse, es decir, pueda vivir dignamente, de forma que el odio se extinga junto con su penuria y su desesperación. He aquí la única forma en que el terrorismo y el contraterrorismo pueden terminarse.
Esa era la convicción de Willy Brandt. Comprometido pragmáticamente con el día a día, no dejaba nunca, sin embargo, de encarar metas aparentemente utópicas. Lo que él nos legó exige su continuación. Esto vale en la esfera nacional para la unidad alemana; también se aplica en el ámbito mundial al creciente conflicto Norte-Sur. En la casa de la Königstrasse deberían ponerse como puntos prioritarios en el orden del día estas dos tareas. Willy Brandt no necesita de ninguna casa-museo, sino de una casa-taller que tenga la capacidad suficiente para aplicar sus ideas todavía fecundas a los problemas de nuestros días.
Al comienzo recordé el encuentro habido en París entre el joven y el viejo emigrante, entre Willy Brandt y Heinrich Mann. 'Sí', repuso aquél a la pregunta de éste, 'las siete torres de Lübeck siguen en pie'. Pero en el año 1937 no había por lo demás nada bueno o tranquilizador que contar sobre Alemania. Los nacionalsocialistas habían terminado de construir su sistema de poder y terror. No había prácticamente resistencia. En España, una parte del ejército alemán, con la Legión Cóndor, se dedicaba a probar sus armas más modernas. Todavía pasarían varios años antes de que el joven de Lübeck pudiera volver a su casa. Y cuando regresó le miraron a él como a muchos otros exilados, con desconfianza, o, peor aún, con odio. Tuvieron que pasar décadas hasta que el hombre de Estado recibiera de la mayoría de su propio país el reconocimiento que ya le otorgaba hacía mucho el resto del mundo. Incluso cuando se le concedió el Premio Nobel, la oposición en el Bundestag le negó el debido respeto. Su ciudad natal, no obstante, le dará a él y a su legado político, cargado de futuro, una casa. Los ciudadanos de Lübeck, de la ciudad de las siete torres, pueden estar bien orgullosos de Willy Brandt.
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