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El juego del juego

Aún no ha comenzado la temporada de caza y el diputado socialista Joan Ferran, tan amante del disparo a mansalva, ha lanzado ya sus conocidas perdigonadas. Esta vez el objetivo era fácil y agradecido para quien no usa más cartuchos que la simplificación, la descalificación y la demagogia: la política de la Generalitat sobre el juego. Un asunto técnico y complejo donde los haya en el que se mezclan muchos intereses contrapuestos y donde el aparente rechazo de la opinión pública -y especialmente de la publicada- entra en contradicción con la popularidad de juegos como las loterías o los diversos cupones que, por cierto, suponen en Cataluña el mismo gasto que las famosas tragaperras. Un asunto en el que es ciertamente difícil rebatir, con argumentos rigurosos, la apelación intempestiva a prejuicios del pasado y a la moralina paternalista, aliñadas con acusaciones no probadas y no probables, más bien deseos de quien las manifiesta.

Sin embargo, y puesto que una sorprendente mayoría parlamentaria ha conseguido obligar al Gobierno catalán a retirar un anteproyecto de decreto, así lo haremos, aunque sea difícil retirar algo que sería, en derecho romano, un nasciturus: concebido pero no nacido. Permítaseme recordar que hace unos años el juego estaba prohibido, su práctica era juzgada según el código penal y, además, se consideraba pecado. Y que la Generalitat aprobó la primera ley del juego del Estado ya en 1984, la cual lo autorizaba y sigue autorizándolo sólo en ciertos supuestos. Ni lo fomenta ni lo prohíbe: lo regula, según el marco social y sometido al derecho administrativo. Parecen obviedades, pero en cualquier caso no son necedades. Desde entonces se ha contenido la expansión del juego, se han limitado los casinos y se ha reducido considerablemente tanto el número de bingos como el de máquinas tragaperras. Para quien no se niegue a reconocer los datos, que se sepa que Cataluña, con una de las rentas más altas del Estado, es la novena comunidad en dinero jugado por habitante y año en 2001, de acuerdo con datos del Ministerio del Interior, y la décima por lo que respecta a las llamadas tragaperras o máquinas B, recreativas con premio. Seguro que no son cifras para titulares, pero reflejan el resultado de una firme política de control del juego en Cataluña.

Pero el juego no afecta sólo a los que lo practican, como el automóvil no repercute solamente en los conductores. Que lo pregunten a quienes trabajan en Seat, por ejemplo, o para Seat. En Cataluña existe un importante sector productivo en el campo de las máquinas recreativas, competitivo y exportador, con casi tres centenares de empresas fabricantes, alguna de las cuales es líder mundial, con inversiones cuantiosas en I + D y una tecnología tan puntera que buena parte de su producción no pueden utilizarla aquí porque el sector tiene un alto grado de intervención administrativa. Otro sector, el de los operadores, muy diversificado, con casi 1.000 empresas, se limita a comprar máquinas, a instalarlas en los bares y a esperar a recoger la recaudación. Legal, correcto, pero sin duda mucho menos productivo. Finalmente, están los propietarios de los bares donde se encuentran las máquinas -nunca más de dos en un mismo establecimiento, norma restrictiva que no existe en otras comunidades autónomas-, normalmente con problemas de subsistencia económica que en muchos casos sólo pueden resolver gracias a las máquinas en cuestión.

Lógicamente, estos sectores no tienen intereses coincidentes, y lo que para algunos podría ser beneficioso, para otros sería lo contrario. Entre un sector productivo y otro que sólo genera impuestos, hay sin duda una considerable diferencia, aunque cualquier posición empresarial o gremial sea igual de legítima. Ante esta situación, el diputado Joan Ferran opta por erigirse en defensor de algunos operadores, sólo de algunos. Él, naturalmente, no lo dice. Al contrario, se envuelve con una bufanda de falsa moralidad y descalifica un intento riguroso de ordenar, sistematizar y contener peticiones de los diversos sectores implicados. Por ejemplo, la Generalitat intentaba sobre todo regular un segmento de máquinas en rápida expansión -las llamadas recreativas con premio en especie (grúas en el argot)- que empezaron en las ferias y se han ido extendiendo a la caza de no-jugadores que caen en la trampa, ignorantes del escasísimo retorno en forma de premio que tienen. Algunos explotadores, amparándose en el concepto de que eran expendedoras, las han instalado sin autorización administrativa ni control técnico de ningún tipo y sin ninguna clase de tasa o impuesto. La retirada del anteproyecto de decreto ha impedido la formalización de esta medida y, así, una insólita mayoría parlamentaria ha conseguido que este segmento siga sin estar reglamentado. Aquí sí que cabría preguntarse el porqué.

Otros explotadores pretendían aplicar la tecnología del vídeo en las máquinas B, actualmente electromecánicas. El Gobierno catalán no consideró la posibilidad de someter esta petición a información pública. Puede que tampoco gustara a algunos que votaron por la retirada. Todo ello es perfectamente legítimo, pero merecería la pena que los mismos interesados y quienes los defienden lo reconocieran. Hay que desmentir también la infundada opinión de que, arbitrariamente, el no nato decreto permitiría fijar el importe máximo de una partida, de 20 céntimos de euro a 25. Que yo sepa, ello fue aprobado en diciembre pasado por el Parlament, en la Ley 21 / 2001 de medidas fiscales y administrativas, a pesar de que el diputado socialista lo ignore. Esto hubiera permitido aumentar los ingresos fiscales del erario público, y para ello se había redactado el decreto. Hay que desmentir asimismo que nueve meses atrás tuvieran que modificarse las máquinas a causa de la entrada en vigor del euro. Las máquinas eran y son las mismas.

Finalmente, cabe constatar la reiterada inexactitud de una afirmación que se repite quizá con afán de que se convierta en realidad: que aquí hay uno de los índices de ludopatía más altos de Europa. Pues no es cierto, estamos exactamente un poco por debajo de la media europea, hecho que por desgracia no se da en muchas otras comunidades autónomas. Esto no nos produce ni satisfacción ni desazón, sino el convencimiento de que la política de contención y control del juego llevada a cabo por la Generalitat es la correcta y lo seguirá siendo, con decreto o sin él.

Marcel Riera es diputado de CiU en el Parlament.

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