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CLÁSICOS DEL SIGLO XX: UNA INVITACIÓN A LA LECTURA
Columna
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Un hombre como todos

Niebla es la novela más universalmente conocida y apreciada de Unamuno. Publicada en 1914, su fama ha ido creciendo ininterrumpidamente, hasta traducirse a todas las lenguas de la cultura moderna. Dos hechos han incidido, además de sus propios valores, en una aceptación tan generalizada. Por un lado, que su gran idea original de concederle a un ente de ficción realidad autónoma frente a su autor fuera precursora de Seis personajes en busca de autor (1921), de Pirandello, aumentó su presencia literaria en la literatura europea, y las relaciones de Unamuno, evidentes en esta novela, con los orígenes de la filosofía existencialista de mediados del siglo pasado, acabó de solidificar el interés internacional por esta obra, que hoy nos parece de una asombrosa modernidad por los temas que trata y la forma de hacerlo, en la frontera del género, como tantas novelas de hoy.

Unamuno creía que las razones de esta extendida predilección por este libro se basaban en la idea de que 'habla al hombre individual que es el universal, al hombre por encima, y por debajo a la vez, de clases, de castas, de posiciones sociales'. Es decir, al hombre 'de carne y hueso', como a él le gustaba repetir. Porque Augusto Pérez -recordemos que en Unamuno el bautismo de sus personajes nunca es gratuito-, el protagonista de esta novela, con resonancias imperiales y citas domésticas, histórico y contemporáneo al mismo tiempo, importante y vulgar, nos representa a todos y a cada uno de nosotros, es el hombre universal y singular a la vez. Estamos lejos de un héroe excepcional -un personaje de la novela dice: 'No me gustan los héroes'- en unas circunstancias extraordinarias, gestor de aventuras imposibles. Le ocurre lo que a todos nos pasa: que se enamora y que no quiere morirse.

Bajo esta línea argumental y admirablemente trabada con ella se encuentra el tema del libro, que el título de Niebla resume y que se refiere a la dificultad de ver claro en la vida, al problema fundamental de la conciencia humana. Con frecuencia se justifica este título metafórico a lo largo de las páginas de la novela, desde el Prólogo: 'me sentí envuelto en la niebla histórica de nuestra España, de nuestra Europa y hasta de nuestro universo humano'. Y después continuará sus alusiones: 'Salir de la niebla, vivir, vivir, vivir'; 'la vida cotidiana viene embozada en una inmensa niebla de pequeños incidentes y la vida es esto, niebla'; el anhelo del hombre es 'la visión perfecta, el resolverse la niebla...'; 'perdido en una niebla, ciego'; 'la niebla de confusión que le envolviera'. Y sólo el amor consigue taladrar la niebla que nos rodea, mientras el resto es 'este eterno día que pasa, deslizándose en niebla de aburrimiento'.

Pero esta idea básica de la novela, que conecta con la formulación del existencialismo y que rebaja el entusiasmo humanístico de las filosofías tradicionales, relativizándolo y problematizándolo, a ras de tierra, no lo es todo en Niebla, ni siquiera es lo más interesante. Porque su gran originalidad se desarrolla en los últimos capítulos, cuando el personaje se presenta ante el autor para protestar por su destino, para exigirle cuentas de la vida que le ha concedido y que después se la quita. Estamos en el centro del pensamiento unamuniano, en la plena angustia por sobrevivir. La injusticia radical de la condición humana, condenada de antemano a su extinción. ¿Quién de nosotros no suscribiría esta patética rebelión? Augusto Pérez no quiere que su autor lo mate y se rebela contra esta decisión ajena, porque quiere ser él responsable de su vida, con lo que la idea de la inmortalidad enlaza con la de la libertad.

Sin embargo, para darle sentido a esta pataleta trágica, la ficción recorre un camino perfectamente novelístico. Asistimos al desarrollo de una historia de amor, dramática y apasionada, con un final infeliz. Hemos conocido a un hombre, con sus manías como todos, sus contradicciones y sus conflictos; hemos visto nacer su amor, llenarlo hasta la coronilla y sufrir la desilusión de su amada esquiva e inasequible; los episodios se suceden con coherencia narrativa y tensión creciente. Si Augusto Pérez se nos aparece como un hombre, es para que el enfrentamiento final con el autor cobre todo su sentido. Al igual que las reglas clásicas del guión cinematográfico enseñan que para que la muerte de un personaje conmueva al espectador, antes tiene que haberlo visto vivir. Este largo recorrido es el prólogo necesario para entender los últimos capítulos, donde Unamuno nos libra sus obsesiones y nos demuestra su habilidad de escritor para coronar la obra.

Junto a estos puntos esenciales, el libro describe con agudeza y humor la vida provinciana de los años postreros de la llamada belle époque, con sus tipos cordiales, su profesora de piano, sus filósofos de vía estrecha, sus novios formales, sus rentistas ociosos, sus viejos murgas y sus señoras marisabidillas, y su ambiente recoleto y asfixiante, el visiteo social, el callejear curioso y desnortado, las rivalidades de campanario, las partidas del casino, etcétera. Todo este desfile de personajes y de costumbres le permite a Unamuno un tratamiento humorístico de la realidad municipal y ramplona, que es uno de los múltiples atractivos de la novela. En esta misma dirección, las salpicaduras de ingenio que llenan sus páginas nos las acercan con una complicidad de testigos. De cuando en cuando nos asaltan frases felices, como éstas: 'La hormiga es uno de los animales más hipócritas', 'la mujer sólo ama a su hombre, mientras no piense como ella', 'el amor, ¿es el jugo del aburrimiento?', 'eso del amor es cosa de libros'.

También nos sorprende por la moderna audacia de su actitud. Un anticipo sartriano: 'Todos somos expósitos'; una coincidencia sesgada con Machado: 'El sendero nos lo hacemos con los pies, según caminamos a la ventura'. Un vislumbre de la teoría de Monod sobre el azar y la necesidad: '¿No te parece que esa idea de la necesidad no es sino la forma suprema que el azar toma a nuestra mente?'. O las paradojas, casi wildeanas, a las que tan aficionado era Unamuno: 'El río subterráneo va del mar a la fuente', 'me falta alma, porque me sobra cuerpo', 'me ha vuelto ciego al darme la vista', 'a la Humanidad maldita falta que le hacen los genios'. O la ironía dialéctica de 'Dios es también anarquista' o 'El conocimiento que no es pecado no es tal conocimiento, no es racional'.

Creo que hoy, pasadas las tentaciones abstractas del siglo XX, estamos en buenas condiciones para volver a Unamuno y su perplejidad, más acá de la niebla. Él, que siempre iba directamente al grano, nos recuerda las cuestiones vitales de la persona humana, de la improbabilidad del conocimiento, de la dificultad de ser, de la libertad individual, de la obligación de llenar bien nuestra biografía. ¿Qué más se puede pedir a un libro que nos divierte y nos hace preguntas?

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