El entretenimiento ilusorio
Uno de los aspectos más característicos y sorprendentes del mundo del espectáculo en Estados Unidos -desde el cine hasta la música popular- es el rigor maniático con el que cada aspecto de su producción está planeado: nada se deja al azar, aunque se trate de una simple actividad que consiste en hacer pasar un buen rato a un gran número de gente.
Supongo que en muchos países de Europa y América Latina este tipo de cuidadosa organización no es infrecuente, pero sospecho que es principalmente por imitación del modelo norteamericano de show business, que sienta la pauta. Mientras los espectadores se ríen o se divierten viendo y escuchando espectáculos, obras o programas que, en el fondo, son banales y conscientes de su propia condición efímera, sus creadores, productores y organizadores tratan de calcular de modo preciso no sólo el contenido y la forma de lo que ofrecen, sino el momento más oportuno para lanzarlo, el tipo de audiencia a la cual se dirige y la clase de reacción que tendrá. Es casi milagroso que algo tan carente de espontaneidad sea aún capaz de entretener. La cultura popular o de masas podrá ser todo lo light que se quiera, pero su concepción y preparación no puede ser más prolija y 'seria'.
Al llegar a este país, me llamó la atención que hubiese dos épocas propicias para la presentación de películas ligeras, dirigidas sobre todo al público más joven y menos exigente: el verano y la Navidad.
Por cierto, en otras partes y en otros campos ocurre lo mismo; por ejemplo, con la industria editorial y sus Libros para el verano. Pero lo notable en el caso angloamericano es que esos productos casi desplazan del todo a los otros y son los que obtienen las más altas recaudaciones, por lo cual ocupan un puesto muy importante en los planes y presupuestos de las compañías cinematográficas. Algo muy similar pasa con los programas de televisión, que cambian y crean nuevos programas para satisfacer las específicas demandas de la temporada. Las consecuencias de eso son profundas: no sólo ocurre que en estas fechas es casi imposible encontrar una película o serie que no sea de ínfima calidad o abiertamente estúpida, sino que el éxito habitual de esos filmes y programas televisivos contribuye a la percepción general de que, cuanto más se rebaje el nivel de lo que se ofrece, mejores son los resultados y mayores las ganancias.
El impacto que esto tiene sobre la creatividad de los jóvenes cineastas y directores de televisión es o puede ser también muy negativo.
Los escritores de televisión más experimentados de las series de sitcoms -abreviatura de 'comedias de situación'- saben perfectamente que, no importa cuál sea el argumento (si es que se dan ese lujo), cada episodio debe tener un número requerido de chistes, a razón de, digamos, un chiste cada 30 segundos. Esos chistes están, además, estimulados por las cintas con carcajadas 'enlatadas' que nos inducen a pensar que es momento de reírse. La idea es automatizar la respuesta de la teleaudiencia lo más posible para mantenerla pendiente de lo que está viendo, aunque su atención decaiga. Por esa misma razón, los comerciales están grabados en un volumen ligeramente más alto; así se reanima al público cada vez más entontecido. Los presentadores-comediantes del tipo de David Letterman o Jay Leno (que compiten cada noche por varios millones de espectadores) parecen maestros de la improvisación y la acotación instantánea. La verdad es que cada chiste ha sido previamente examinado para estar seguros de que, además de no ofender a las feministas, a los defensores de animales, a los grupos religiosos o a las minorías, son graciosos y todo el mundo los entiende. Una vez, el caricaturista Trudeau, autor de la célebre tira cómica Doonesbury, hizo la minuciosa 'anatomía de un chiste' de Leno, cuyo diagrama parecía el de una maniobra militar en la guerra del Golfo.
El chiste que escuchamos finalmente es lo que queda de una manipulación de una multitud de consultores, expertos y técnicos de comunicación.
El llamado 'cine de acción' ofrece otro caso digno de interés en este contexto. La plausibilidad del argumento o de los personajes no importa; importa que los efectos especiales sean espectaculares, que las escenas de violencia sean realmente brutales (cuanto más irreales, más 'divertidas'), que haya muchas persecuciones de autos policiales, que los tiroteos y las explosiones sigan un patrón preestablecido y fácil de reconocer. En la sintaxis del cine de este tipo, la alta velocidad y el sonido estruendoso son fundamentales para que todos sientan que las imágenes son arquetipos, un conjunto de sobreentendidos que no necesitan nuevos desarrollos: forman parte de un código puramente óptico-sonoro que un público mayoritario comparte y acepta sin chistar; la familiaridad les evita cualquier esfuerzo mental y las pequeñas variantes evitan el aburrimiento. Este efecto es lo que en inglés se conoce como motion without emotion (movimiento sin emoción).
Se dirá, con razón, que los melodramas y las comedias románticas del cine clásico de Hollywood se basaban igualmente en fórmulas y patrones fijos, diseñados para provocarnos risas o lágrimas. Este tipo de cine -no hay cómo negarlo- es un arte de convenciones dirigido a crear una ilusión: la ilusión de que la vida es así o, al revés, de que sólo en el cine es así. Esa ilusión se parece al 'pacto narrativo' que una buena novela y el lector establecen para que éste crea la ficción que está leyendo. No hay nada de malo en que el cine nos proponga un mundo de sueños y que nos conquiste con ellos. Pero, en las últimas dos décadas, la industria ha descubierto que puede tener éxito prescindiendo del artificio del sueño y darnos sólo 'signos' visual-auditivos que han sido vaciados de toda vitalidad o autenticidad más allá de su dinamismo físico. Como alguna vez me dijo el director cinematográfico José Luis Borau: 'Hollywood fue la fábrica de sueños; ahora es la fábrica de tonterías'. Esa diferencia es crítica.
En el fondo, estas observaciones describen un fenómeno bastante conocido y que todos, en mayor o menor grado, hemos aceptado al punto de que cada vez es más difícil dar marcha atrás: se ha convertido en parte de la conducta colectiva según la cual se regula la cultura popular. Pero alguien ha elaborado a partir de esos hechos una completa y muy inteligente teoría sobre el espectáculo: en su reciente libro titulado Life the movie: how entertainment conquered reality (La vida como filme: cómo el entretenimiento conquistó la realidad), Neal Gabler describe el fenómeno con gran precisión: la industria ya no nos ofrece entretenimiento, sino la mera ilusión del entretenimiento. Citando a Umberto Eco, quien observó que los norteamericanos prefieren la copia a la realidad a la que no pueden acceder (lo cual ha sido confirmado por la reciente Torre Eiffel que un hotel de Las Vegas anuncia como 'una auténtica réplica a la mitad de la escala de la original') y a un productor que acuñó la frase 'illusion of entertainment', Gabler analiza el asunto como una deliberada renuncia a alcanzar emociones genuinas en el cine y reemplazarlas por experiencias vicarias. Usar el ejemplo de la torre Eiffel de Las Vegas es ilustrativo: nadie, ni el más tonto de los espectadores, va a tomar esa copia reducida por el original; pero sabiendo que el público se divierte igual o más que con la verdadera, se le ofrece la falsificación como un sucedáneo perfectamente legítimo. El signo torre Eiffel está allí y basta, aunque falte todo lo demás.
De modo análogo, en el cine y la televisión se nos brindan meras señales, vaciadas de sus contenidos (por más elementales que ellos sean), pero que operan en nosotros recordándonos que ya han probado ser 'entretenidos': funcionan mecánicamente y por saturación, sin necesidad de crear nada que nos comprometa emocionalmente con lo que está pasando.
Gabler compara este tipo de espectáculos con un formulario con un número fijo de espacios en blanco que el espectador debe dócilmente llenar. Ni siquiera es necesario presentar verdaderos chistes; los guionistas ya están adiestrados para crear lo que ellos llaman likeajoke (a modo de chistes) y desatar con ellos el mismo efecto (y con menos esfuerzo) que los auténticos chistes.
Hay aquí una vasta operación comercial para someter al público a un estado cada vez mayor de cautividad; en realidad, los espectadores están dejando de serlo para convertirse en rehenes de técnicas de sugestión y dependencia mental dirigidas a asegurarse la fidelidad de un mercado gigantesco. Si a alguien esto no le parece peligroso que ocurra en un medio tan aparentemente deleznable como el entretenimiento masivo, que se rige por un juego de intereses y gustos colectivos tendientes a ser siempre más primarios o burdos, lo invito a pensar en lo que podría ocurrir si el mismo método se traslada al campo de la información, sobre todo la de carácter político. ¿En qué momento se decidirá que, así como ahora se evitan películas con finales trágicos, las noticias dejarán de reflejar los deprimentes hechos del día para inspirarnos sentimientos optimistas y bondadosos? Tal vez no haya que esperar mucho: ya la mayoría de noticieros han dejado de serlo para convertirse en formas supletorias de entretenimiento que el público ve con mayor beneplácito si hay suficientes sonrisas y un final feliz.
José Miguel Oviedo es profesor de Literatura en la Universidad de Pensilvania.
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