Sin bandera
HAY UNA OSTENTACIÓN, un alarde gratuito, en el despliegue, entre música militar y adustos semblantes gubernativos, de esos cientos de metros cuadrados de tela que cuelgan fláccidos, fatigados por su propio peso, de un mástil gigantesco en el centro de Madrid. La ceremonia es en sí misma desoladora, sin público, afortunadamente desprovista de masas dispuestas a dar vivas y a desfilar, sólo con un destacamento en formación y un discurso estereotipado sobre el amor a la enseña nacional. Realmente, ¿para qué?
Con más suavidad de lo que nunca hubiéramos podido imaginar, una bandera de historia más bien convulsa y desgraciada fue incorporada al acervo de la Constitución y aceptada sin alharacas ni aspavientos como símbolo de la nación constitucional. Desde aquel momento han ocurrido en España cosas sorprendentes y hasta insólitas: miles de españoles se han manifestado en decenas de ocasiones por valores que algunos llaman 'fríos', como la libertad y el derecho a la vida, sin necesidad alguna de enarbolar banderas; seguramente han sido las únicas multitudes del mundo que han salido a la calle sin agitar bandera alguna. No era la nación lo que importaba, sino la vida de tanta gente segada por una guadaña que no cesa, la de un nacionalismo étnico, excluyente, que no sabe hablar de ciudadanos porque se llena la boca de Pueblo -este Pueblo, nuestro Pueblo, Pueblo Vasco-, escrito con mayúsculas, como para disimular la engañifa que siempre esconde su invocación.
Como esa actitud colectiva, que ha puesto por delante valores universales a sentimientos nacionalistas, ha sido decepcionada una y otra vez por un nacionalismo que no ceja en una división del trabajo en la que unos matan mientras otros proponen encajes de bolillos, el Gobierno ha debido de creer que ha sonado la hora de pasar a otro tipo de política. Pues por debajo de esta cuestión de los símbolos patrios late la mala idea de si no será ya el momento de rearmar al nacionalismo español, de capa caída en los últimos años. La cuestión se plantea, primero, en fórmulas populistas: si los demás andan por la vida sacando sus banderas, presumiendo de nación, inventando su historia, por qué nosotros no. Y entonces, los neoconversos al nacionalismo españolista -huérfanos muchos de ellos de antiguas creencias igualmente totalizantes, la revolución, el socialismo, el triunfo final- unen sus voces al coro azuzando al león patrio, que dormita perezosamente su larga siesta. Acabar con los complejos, nos dicen: España, sin complejos, tal es la consigna.
Ninguna razón les asiste. Por supuesto, los nacionalistas vascos sedicentemente moderados llevan años empleándose a fondo para que resurja un nacionalismo españolista. Su pedagogía del odio y del desprecio a todo lo que suene a español; su repudio, más que rechazo, de la Constitución; su permanente evocación de la guerra civil -como si no hubieran sido vascos los que engrosaron las filas del requeté- no tienen otro objeto que enfrentar su nacionalismo a otro de similar calaña, uno que vuelva a poner en mayúscula el sintagma Pueblo Español como Ibarretxe no se cansa de escribir Pueblo Vasco, para al final reducir toda la cuestión al choque de dos nacionalismos: el españolista, ya se sabe, imperialista, fascista, contra el vasco, un pueblo que ya era igual a sí mismo en los albores de la historia y que llegará sin mutación alguna a su final.
Pero sería un error deslizarse a esa clase de confrontación. Ante todo porque multitud de españoles ya nacimos cansados de patriotismo, convencidos de que invocar enfáticamente a la patria -a cualquier patria- no es más que un subterfugio de miserables y canallas, de que lanzarse a la pelea en nombre de la patria es anuncio de grandes catástrofes. Además, porque ir desnudos, sin banderas, en defensa de valores universales, constituye precisamente nuestro mejor patrimonio, lo que nos hace estar por encima, o en otra galaxia, de quienes no pueden salir a la calle si no van envueltos en alguna banderola. Pues sí, así hay que ir: desnudos, sin banderas. Lo que nos importa no es la sagrada unidad de la patria, ni la integridad de España, ni otras invocaciones de semejante cariz. Lo que nos importa es que la mitad de los ciudadanos vascos no pueden tener representación política en condiciones de libertad. Éste es el problema. Y ante su magnitud suena tan vacua la versallesca disputa sobre si la última martingala de Ibarretxe cabe o no cabe en la Constitución como el grandilocuente homenaje a una gigantesca, absurda, bandera de España.
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