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Columna
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La medida de Ibarretxe

El lehendakari Ibarretxe ha puesto a desfilar a los representantes de la sociedad civil por su despacho. A todos les explica su propuesta e imagino la cantidad de veces que repite los mismos conceptos a diferentes oyentes, siempre persuasivo, siempre tenaz, resignado a reiterar la operación cuantas veces sea necesario no ya en busca de consenso, sino en busca de un mínimo asentimiento, en busca de la más vaga aceptación.

Porque lo cierto es que los interlocutores no están siendo generosos con él. Algunos le obsequian con el silencio (el silencio de los que no realizan declaraciones públicas) y entre ellos hay incluso paradójicos silencios. Es curioso a este respecto cómo muchos políticos, que nos machacan con declaraciones durante décadas, quedan afónicos si se reintegran a la sociedad civil. Pero a los incomprensibles silencios se han unido otras posturas. Están los cargos que respetuosa y lealmente disienten del lehendakari. Y están también los que lo hacen con cajas destempladas. Entre estos últimos hay fervorosos abertzales (en el paisito el sindicalismo es una forma de política) y no menos fervorosos constitucionalistas. A todo ello se une el disenso empresarial, siempre comprensible, porque el empresariado va a lo suyo y todo lo demás le suena a chino. O peor aún: a euskera.

De pronto veo al lehendakari completamente solo. Ni un gramo de comprensión entre los que opinan que ha ido demasiado lejos, ni un gramo de respaldo entre los que le critican por quedarse demasiado corto. Entre tantas varas de medir, la distancia que ha elegido no deja contento a nadie.

La premonición de todo esto se produjo en sede parlamentaria, cuando el lehendakari anunció su propuesta. Enrique Villar, delegado del Gobierno, sin una sola papeleta electoral a sus espaldas, se levanta desde la irrelevante tribuna de invitados y dice no al lehendakari con un dedo demoledor. De pronto un dedo de Villar valía más que los cinco dedos de los cientos de miles de votantes que condujeron su papeleta a las urnas, aquel día de mayo, para reafirmar a Ibarretxe.

Y es que uno se pregunta, frente a la soledad del lehendakari, qué demonios hace tanta gente diciéndole que no. Qué demonios pintan unos sindicatos jugando a la política en vez de a la negociación colectiva. Qué significa un delegado de Gobierno tomando por la fuerza el Parlamento con un solo dedo autoritario.

En este régimen de parlamentarios asustadizos, cuyos nombres ignoramos, en esta democracia donde ocupan los escaños estatuas de sal, muñecos de goma espuma, y silenciosas y anónimas siluetas, la política se hace en otra parte. La hacen los sindicalistas, los empresarios y los delegados de gobierno. La hacen los poderes fácticos, desde ETA a las sociedades gastronómicas. La hacen fuerzas oscuras e invisibles. Y frente a ello se alza la pública soledad del lehendakari, cuyo respaldo, leyendo los periódicos, parece ser igual a cero.

Envidio la democracia anglosajona. En ella los diputados se sienten obligados con los votantes de su circunscripción electoral y no con los burócratas de partido a los que deben su puesto en la plancha electoral. Y la envidio porque la nuestra, tan mediocre, acarrea estas lamentables consecuencias: un lehendakari más solo que la una, mientras delegados de gobierno y capos sindicalistas le dicen en voz alta que no, que no y que no.

Tarde o temprano tendrá que recurrir a sus votantes. Esa otra gente con la que se cruza en actos públicos y cócteles (rectores, sindicalistas, empresarios, capitostes de cámaras de comercio o colegios profesionales, toda suerte de beneficiarios de regalías sociales o económicas), esa gente a la que obsequia y atiende sin descanso debido a su presunta relevancia, no le pasan ni una, mientras que los cargos públicos que su partido designa, con férreo control estalinista, parece que ya tienen bastante con cobrar.

Debe ser muy duro estar así, contra las cuerdas. Sobre todo cuando la gente sólo se hace visible cada cuatro años, enfrente de una urna de cristal.

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