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OPINIÓN DEL LECTOR
Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

El señor Aznar

El señor Aznar ha demostrado una vez más que la política mal entendida se convierte en un eficaz instrumento de venta de imagen en beneficio propio. Práctica lícita, si no fuera porque Aznar es presidente de un país democrático, cargo que intrínsecamente supone la representación de un colectivo. Ahora ha decidido recuperar la bandera española como símbolo de exaltación patriótica, 'interés que transformó en la decisión de honrar la bandera de nuestro país', según palabras de Federico Trillo.

Aznar olvida que estamos en el siglo XXI, que el periodo dictatorial pasó a la historia y que esto no es América. Plantar una bandera en Madrid visible desde cualquier punto de la geografía peninsular como símbolo de una unidad nacional inexistente significa ignorar la pluralidad de culturas que forman España. Y hacerlo en este preciso momento no es más que una muestra de fuerza impropia de un presidente que se supone que debería representar a todos los españoles. El conocimiento y la comprensión son las principales facultades para llegar al respeto.

No pongo en duda los conocimientos del señor Aznar, sin duda infinitamente superiores a los míos, pero sí su grado de comprensión de una realidad que, como presidente de un Estado democrático y plural, debería esforzarse por entender y respetar. Para que una nueva palabra se incorpore a la lengua, todos los hablantes han de aceptarla en su vocabulario pasivo y activo. Quizá sea tarde para evitar el decretazo, pero aún estamos a tiempo de evitar el banderazo.-

Hoy hace 50 años de la mañana del 6 de octubre de 1952, en que llegaba a Barcelona Manolo Reyes, el llamado Pijoaparte, la célebre criatura salida de la pluma de Juan Marsé. En realidad, no se sabe con exactitud el día de su llegada (Marsé, en su novela Últimas tardes con Teresa, especifica el mes y el año, pero no el día). Pudo ser el 6 como el 8, el 14 o el 22 de octubre de aquel año, pero a mí me agradaría que ese día fuese el 6, porque hoy es día 6 de octubre, el día en el que inauguro, junto con mi colega Sergi Pàmies, una nueva página de este periódico (cuya edición, la edición catalana, salió a la calle precisamente otro 6 de octubre, hace 20 años).

Cuando Manolo Reyes llegó a Barcelona, en un tren de mercancías, tendría unos 16 años. Venía huyendo de Málaga, huyendo ante la perspectiva de terminar de albañil en Marbella. Manolo Reyes era rondeño e hijo de viuda. En Ronda corría la voz de que su madre, una hermosa mujer que durante años fregó los suelos del palacio del marqués de Salvatierra, había tenido amores con un joven y melancólico inglés que fue huésped del marqués durante unos meses. Así que no es de extrañar que al pequeño Manolo sus compañeros de juegos le llamasen El Inglés, lo cual a éste le sacaba de quicio, y no porque el mote afease la conducta de su madre, sino porque Manolo pretendía ser hijo del mismísimo marqués de Salvatierra. Marsé nos dice que el chico 'creció guapo y despierto, con una rara disposición para la mentira y la ternura'.

Nada sabemos de quién y por qué le puso a Manolo el mote de El Pijoaparte, como antes le habían colocado el de El Inglés (poco después sustituido por el de El Marqués, conquistado a fuerza de puños). Sólo sabemos lo que nos dice Marsé al comienzo de Últimas tardes con Teresa: 'Hay apodos que ilustran no solamente una manera de vivir, sino también la naturaleza social del mundo en que uno vive'.

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Leí la novela de Marsé en 1966, al poco de publicarse, y la he vuelto a leer este verano. ¡Qué lejos queda todo! Las chabolas del Carmelo, los guateques y las verbenas pijas en Pedralbes, el bar de la calle de Mandri (¿El Escocés?), en el que El Pijoaparte queda con Maruja (y yo quedaba con lady Brett). Las pelis del Roxi, las cenas íntimas en el Tíbet, el Cádiz -'se prohíbe escupir'-, el bar Saint-Germain. La Ducati y la Guzzi, 'carmesí, esplendorosa'. La calentura estudiantil, los chicos del pecé ('¡qué peces de colores ni qué noches de verano, si en mi barrio sólo hay aburrimiento y miseria!', exclama El Pijoaparte). Duelo en el paraíso, de Juan Goytisolo, y Pido la palabra, de Blas de Otero. Una calentura estudiantil plagada de tipos pintorescos, como ese Luis Trías de Giralt, 'nieto de piratas mediterráneos', del que Marsé dice que 'parecía un Capeto idiotizado y con paperas'.

¡Qué lejos, qué viejo queda todo! Y sin embargo, ahí permanece, incombustible, fresca como en aquel verano de 1957, inmortalizada para siempre, la pierna de la señora Serrat, la madre de Teresa, una pierna tan famosa como la de Mrs. Robinson. 'Una pierna', escribe Marsé, 'realmente catalana, recia, familiar, confortable, tranquilizadora, una pierna que atestiguaba la salud mental y la inquebrantable adhesión de su dueña, por encima de pequeños devaneos, a las comodidades del hogar y la obediencia al marido, una pierna, en fin, llena de sumisión y de complicidad financiera, símbolo de un robusto sentido práctico y de una sólida virtud montserratina. Y dijo la pierna: 'Com tu vulguis, Oriol' (Oriol es, en la novela, el marido de la señora Serrat).

Y allá, en medio de la novela, ocultos entre los 'largos, bellos, solemnes muslos adornados con broches de sol que maduran en invierno como lagartos dorados', están los ojos negros, 'como estrellas furiosas', de El Pijoaparte, dispuestos a dar el salto y hacerse con la presa. El murciano, el charnego -tanto si llegaban de Málaga, de Almagro o de Malpartida de Cáceres, todos eran lo mismo para la pierna de la señora Serrat-, se come a la pubilleta catalana. Pero no se la comió. Y no se la comió porque El Pijoaparte, como su nombre indica, era de los que todavía creían en las novelas románticas. Tenía un côté Bovary (nada extraño en un guaperas de solemnidad, presumible hijo de un inglés melancólico) que le hacía creer en la posibilidad de maridarse con la espléndida Teresa y prosperar en la empresa del suegro tras ponerle en las rodillas un rubio pijoapartito que le llamase 'iaiu'.

Pobre Pijoaparte, pobre ingenuo, que no contaba con las artes de la pierna de la señora Serrat y la forza del destino. Total, que a El Pijoaparte, camino de la torre de los Serrat, en la Costa Brava, a lomos de su moto (robada), le detiene la policía y me lo meten en la cárcel.

La novela termina en el bar Saint-Germain, a los dos años de salir El Pijoaparte de la cárcel, en una conversación con el Capeto del pecé. Luis Trías de Giralt le dice: 'En el fondo los dos queríamos lo mismo: acostarnos con Teresa Serrat. A que sí'. Y remata: 'De todos modos fue divertido'. Como la conversación final entre Frédéric Moreau y Charles Deslauriers en L'éducation sentimentale, de Flaubert.

En la carretera del Carmelo, frente al bar Delicias, habría que colocar una estatua de El Pijoaparte, a lomos de una Ducati o de una Sanglas (robadas), bajando, con sus ojos negros, 'como estrellas furiosas', a tumba abierta hacia la Barcelona de Teresa. Manolo Reyes, El Pijoaparte, guapo, charnego y sentimental, antes de darse una hostia con la pierna de la señora Serrat (continuará).

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