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CLÁSICOS DEL SIGLO XX: UNA INVITACIÓN A LA LECTURA
Columna
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El llamado del abismo

Mario Vargas Llosa

Pese a su brevedad, La muerte en Venecia cuenta una historia tan compleja y profunda como la de aquellas novelas en las que el genio de Thomas Mann se desplegaba morosamente, en vastas construcciones que pretendían representar toda una sociedad o una época histórica. Y lo hace con la economía de medios y la perfección artística que han alcanzado pocas novelas cortas en la historia de la literatura. Por eso, merece figurar junto a obras maestras del género como La metamorfosis, de Kafka o La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi, con las que comparte la excelencia formal, lo fascinante de su anécdota y, sobre todo, la casi infinita irradiación de asociaciones, simbolismos y ecos que el relato va generando en el ánimo del lector.

Leído y releído una y otra vez, siempre se tiene la inquietante sensación de que algo misterioso ha quedado en el texto fuera del alcance incluso de la lectura más atenta. Un fondo oscuro y violento, acaso abyecto, que tiene que ver tanto con el alma del protagonista como con la experiencia común de la especie humana; una vocación secreta que reaparece de pronto, asustándonos, pues la creíamos definitivamente desterrada de entre nosotros por obra de la cultura, la fe, la moral pública o el mero deseo de supervivencia social.

¿Cómo definir esta subterránea presencia que, por lo general, las obras de arte revelan de manera involuntaria, casi siempre al sesgo, fuego fatuo que las cruzara de pronto sin permiso del autor? Freud la llamó instinto de muerte; Sade, deseo en libertad; Bataille, el mal. Se trata, en todo caso, de la búsqueda de aquella soberanía integral del individuo, anterior a los convencionalismos y a las normas, que toda sociedad -algunas más, otras menos- limita y regula a fin de hacer posible la coexistencia e impedir que la colectividad se desintegre retrocediendo a la barbarie [...].

La razón, el orden, la virtud, aseguran el progreso del conglomerado humano pero rara vez bastan para hacer la felicidad de los individuos, en quienes los instintos reprimidos en nombre del bien social están siempre al acecho, esperando la oportunidad de manifestarse para exigir de la vida aquella intensidad y aquellos excesos que, en última instancia, conducen a, la destrucción y a la muerte. El sexo es el territorio privilegiado en el que comparecen, desde las catacumbas de la personalidad, esos demonios ávidos de transgresión y de ruptura a los que, en ciertas circunstancias, es imposible rechazar pues ellos también forman parte de la realidad humana. Más todavía: aunque su presencia siempre entraña un riesgo para el individuo y una amenaza de disolución y violencia para la sociedad, su total exilio empobrece la vida, privándola de aquella exaltación y embriaguez -la fiesta y la aventura»- que son también una necesidad del ser. Éstos son los espinosos temas que La muerte en Venecia ilumina con una soberbia luz crepuscular.

Gustav von Aschenbach ha llegado a los umbrales de la vejez como un ciudadano admirable. Sus libros lo han hecho célebre, pero él sobrelleva la fama sin vanidad, concentrado en su trabajo intelectual, sin abandonar casi el mundo de las ideas y de los principios, desasido de toda tentación material. Es un hombre austero y solitario desde que enviudó; no hace vida social ni acostumbra viajar; en las vacaciones se recluye entre sus libros, en una casita de campo de las afueras de Múnich. El texto precisa que 'no amaba el placer' [...].

La visión furtiva de un forastero en el cementerio de Múnich, despierta en Von Aschenbach, el deseo de viajar y puebla su cabeza de imágenes exóticas; sueña con un mundo feroz y primitivo, bárbaro, es decir, totalmente antagónico a su condición de hombre supercivilizado, de espíritu 'clásico'. Sin entender bien por qué lo hace, cede al impulso y va primero a una isla del Adriático, luego a Venecia. Allí, la misma noche de su llegada, ve al niño polaco Tadzio que revolucionará su vida, destruyendo en pocos días el orden racional y ético que la sustentaba. Nunca llega a tocarlo, ni siquiera a cambiar una palabra con él; es posible, incluso, que las vagas sonrisas que Von Aschenbach cree advertir en el efebo cuando se cruzan sean pura fantasía suya. Todo el drama se desarrolla al margen de testigos indiscretos, en la mente y el corazón del escritor y también, por supuesto, en esos sucios instintos que él creía dominados y que, de manera inesperada, en la pegajosa y maloliente atmósfera del verano veneciano, resucitan convocados por la tierna belleza del adolescente para hacerle saber que su cuerpo no sólo es el habitáculo de las refinadas y generosas ideas que admiran sus lectores, sino, también, de una bestia en celo, ávida y egoísta [...].

El drama del solitario cincuentón, tan tímido y tan sabio, enamorado como una damisela del niño polaco, que se inmola en el fuego de esa pasión, nos turba y nos conmueve profundamente. Porque hay, entre los resquicios de esa historia, un abismo que ella deja entrever y que inmediatamente identificamos en nosotros mismos y en el medio social en el que estamos inmersos. Un abismo poblado de violencia, de deseos y de fantasmas sobrecogedores y exaltantes, del que por lo general no tenemos conciencia alguna, salvo a través de experiencias privilegiadas que ocasionalmente lo revelan, recordándonos que, por más que lo hayamos reducido a la catacumba y al olvido, forma parte integral de la naturaleza humana y subyace, por lo tanto, con sus monstruos y sus sirenas seductoras, como un desafío permanente a los usos y costumbres de la civilización.

Extracto del capítulo dedicado a La muerte en Venecia, de Thomas Mann, incluido en el libro de Mario Vargas Llosa La verdad de las mentiras (Alfaguara).

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