Mucha bandera
'España carece desde hace tiempo de toda emoción nacional por la cual comuniquen los bandos enemigos', escribió Ortega en 1917. Casi un siglo después, la prueba de que el problema permanece es el debate ligeramente cateto que se ha desatado estos días a cuenta de la bandera española: de la enorme, gigantesca bandera instalada en una plaza madrileña por inspiración, según se ha sabido ahora, del presidente Aznar, y a la que por iniciativa conjunta del alcalde de la ciudad y el ministro de Defensa se rendirán honores militares un día fijo al mes: cada vez que sea arriada para limpiarla.
El problema de la falta de símbolos de identificación compartidos reaparece periódicamente, y casi siempre en relación al empuje de los nacionalismos identitarios. Éstos son incongruentes al negar a los demás el derecho que reclaman para sí: el de exhibir las banderas con las que se identifican. Es un problema que no se plantea en los mismos términos en las otras grandes naciones políticas europeas, en parte porque no han tenido en el siglo XX una tan larga dictadura como la franquista, que hizo un uso banderizo de la bandera y de la idea misma de España.
Pero la peor manera de remediarlo es esta paletada de poner casi 300 metros cuadrados de bandera sobre un mástil de 50 metros, y que el ministro civil de Defensa justifique la iniciativa del homenaje invocando el 'orgullo de tener una lengua, una tierra, una sangre, unos sueños y unos recuerdos históricos'. Es un discurso que recuerda al de 'la tierra y los muertos' como fundamento de la patria, al volkgeist de los nacionalismos étnicos, opuestos a la nación cívica de la Ilustración. Sería paradójico que tras años de reprochar a los nacionalismos periféricos haber imitado lo peor del fundamentalismo español, se produjera ahora el fenómeno inverso.
No hay que sacar las cosas de quicio, pero la mención al Ejército como 'custodio' de la bandera y de la unidad de la patria tampoco ha resultado muy acertada. La Constitución atribuye a las Fuerzas Armadas la misión de garantizar la soberanía, independencia e integridad territorial de España; pero de esta España, la constitucional, que consagra el pluralismo político y la diversidad de emociones nacionales. Y si es ridículo que los fanáticos de la ikurriña se enfurezcan por ver su enseña junto a la común de todos los españoles, también lo es oponer a sus delirios casi 300 metros cuadrados de bandera nacional y discursos marciales. No porque pueda herir la sensibilidad de aquellos nacionalistas que se consideran con derecho a ofender la de quienes no comparten su fe, sino, precisamente, porque reproduce su actitud de utilización banderiza y de marcar distancias con símbolos destinados a lo contrario.
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