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Columna
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América Latina: quejíos y quebrantos

Joaquín Estefanía

El próximo lunes hay elecciones en Brasil y el candidato de izquierdas, Lula, puede ganarlas. La importancia de las mismas está vinculada a la significación de un país que representa casi el 40% de la riqueza de toda América Latina. Un continente dentro del continente. Una semana antes de los comicios los sondeos dan una probable victoria de Lula en la primera vuelta y un seguro triunfo en la segunda. A pesar de ello no hay que dar nada por indiscutible. La relación de Lula con las encuestas es tortuosa; ésta es la cuarta vez que aspira, y en las tres anteriores, durante un largo trecho de la campaña electoral siempre se apostaba por su victoria. Las encuestas brasileñas no son las alemanas y, además, las injerencias para que Lula no gane han sido tan espectaculares que es difícil predecir en qué sentido afectarán al voto secreto de los ciudadanos.

Tampoco es la primera vez en que se cruzan las comparaciones entre el nombre del futuro presidente brasileño y el del socialista español Felipe González. Se dice que Lula ha moderado las tendencias más izquierdistas de su ideología y que practicará un programa de continuidad con el actual, acentuando fuertemente sus aspectos más sociales y contra la desigualdad. La ilusión de la mayoría de los ciudadanos sería semejante a la que recorrió España en 1982, cuando los socialistas consiguieron el poder por primera vez,por mayoría absoluta. Pero el socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso, actual presidente, también fue asociado hace casi una década con Felipe González, con quien tiene excelentes relaciones. Aquel sociólogo marxistizante que en el pasado levantó las banderas de la izquierda más tradicional, aquel con el que llegaban al poder muchos de los perseguidos y exiliados por la cruel dictadura militar que gobernó en Brasil durante más de dos décadas, declaró nada más tomar posesión de la presidencia que 'hay que librarse de los viejos dilemas ideológicos' ante los cambios que se estaban produciendo en el mundo a través de la globalización.

Cardoso había sido uno de los principales defensores de la teoría de la dependencia por la que se explicaba que la manera en que un país estaba integrado en el sistema capitalista mundial era la causa fundamental de sus dificultades a la hora de alcanzar el desarrollo sostenible y el bienestar de los ciudadanos. Con sus textos, Cardoso alentó en todo el continente el nacionalismo económico y el crecimiento del Estado. No es de extrañar que en alguna entrevista, siendo ya presidente, recomendase 'no leer sus libros'.

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Lula se ha comprometido a respetar los compromisos internacionales asumidos por el Ejecutivo de Cardoso (ha pactado compartir el Gobierno con el derechista Partido Liberal para dar credibilidad a ese compromiso), inclinando la política económica en un sentido más social, con mayor énfasis en la creación de empleo, la educación, una reforma fiscal y, sobre todo, en la reducción de las espectaculares desigualdades que desvertebran el país: el 10% más rico de la población lo es en casi 30 veces respecto al 40% más pobre. Pero sin rupturas.

Si protagoniza ese giro, Lula conecta con una corriente intelectual que se está ampliando en América Latina y que piensa que hay que introducir en el continente las reformas de segunda generación: las reformas a las reformas. Hay tres etapas muy diferenciadas en la política latinoamericana desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy. La primera la teorizó la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), cuando este organismo estaba liderado por la figura de Raúl Prebisch, esencial en el pensamiento económico; se denominó el modelo de sustitución de importaciones. Consistía en una especie de 'industrialización hacia dentro' que tuvo mucha aceptación durante años y dio excelentes resultados durante un periodo autárquico: la tasa media de crecimiento de la economía de América Latina fue superior a la media mundial desde 1950 hasta finales de la década de los setenta.

Con la crisis de la deuda externa, motivada por el amplio endeudamiento de los países para modernizarse y financiar las infrestructuras, arranca una segunda etapa en la que emergen los más profundos problemas estructurales de la zona, encubiertos hasta entonces por la fácil financiación obtenida. Los ochenta son la década perdida, en los que la producción per cápita y la hiperinflación distorsionan a la región. La respuesta a esas dificultades es el llamado consenso de Washington.

En el año 1989, el economista norteamericano John Williamson pone de moda el concepto consenso de Washington. Se trataba de establecer una especie de 'buen sentido económico que sea aceptado de forma global'. Dicho consenso, que tuvo en América Latina su principal laboratorio geográfico, era una especie de analogía del famoso fin de la historia, por la que se conjeturaba que los problemas económicos fundamentales estarían en vías de solución dentro del capitalismo global, si se aplicaban las recetas del consenso en cuestión. Estas consistían en esencia en abrir los mercados, privatizar las empresas públicas, desregular el funcionamiento de los sectores productivos, asegurar los derechos de propiedad y disciplinar presupuestariamente a los Gobiernos.

Del mismo modo que afirmar que Cardoso no ha conseguido mejorar la situación política y económica de Brasil en sus dos mandatos significa una especie de ceguera ideológica apriorística, también lo sería decir que el consenso de Washington ha fracasado en su totalidad. Las economías de la región tienen hoy mejores fundamentos que hace una década. El consenso introdujo la cultura de que es necesario un marco de estabilidad para alcanzar otras metas más finalistas. Además, el consenso de Washington fue acompañado de una democratización de muchos países latinoamericanos, asolados hasta entonces por las dictaduras militares.

El problema es que sus contenidos se quedaron cortos. Fueron reformas necesarias, pero no suficientes. Cuando los neoliberales vieron los resultados del consenso de Washington en términos de redistribución de la renta y la riqueza y de crecimiento de las desigualdades, dijeron: no ha ha habido una aplicación sistemática de las medidas liberalizadoras y desreguladoras. Para avanzar se necesita más de lo mismo. Más madera.

Lula cambia esta visión de las cosas. Se trata de introducir otras prioridades hasta ahora despreciadas, como son la reducción de la pobreza, la redistribución de los ingresos y la mejora de las condiciones sociales para evitar que América Latina siga siendo la zona del planeta con más desigualdades y espacios contiguos de extrema pobreza y extrema riqueza. Si no ocurre así, si los esfuerzos macroeconómicos no se traducen en una mejor situación para los ciudadanos, las democracias se deslegitiman. Según una encuesta de la empresa chilena Latinobarómetro, en 1997, el 41% de los latinoamericanos se sentían satisfechos de la transición democrática hacia la que evolucionaban; en 2001, ese porcentaje había bajado al 25%. El 51% de los encuestados observaba que sus bolsillos eran más importantes que las libertades, en una ecuación desgraciada.

El problema se agudiza a partir de 1995, cuando las sucesivas crisis financieras globales llegan al continente, pese a que éste había pasado con nota los exámenes sobre la ortodoxia de su política económica. México en 1995, Argentina en 1997, Brasil en 1998, de nuevo Argentina con el cambio de siglo, y ahora, prácticamente el resto de los países (con las excepciones de México y Chile) padecen con brutalidad los vaivenes de la volatilidad bursátil y de la salida de capitales de los países emergentes. Existe la percepción de que, tras embarcarse en un intenso proceso de reformas, muchas de ellas dolorosas, seguir políticas ortodoxas, privatizar el sector público, liberalizar el comercio y recibir más de 300.000 millones de dólares de inversión directa (de los cuales, casi 70.000 corresponden a empresas españolas), América Latina no ha salido del hoyo. Hasta tal punto de que se empieza a hablar de nuevo de otra 'media década perdida' y se demandan controles a los movimientos de capitales.

La presencia de Lula en la presidencia brasileña podría suponer el primer intento serio de estructurar ese paso adelante. No será fácil. Las resistencias para evitar su triunfo han sido fortísimas: desde el pasado mes de enero, el real (moneda brasileña) se ha devaluado con respecto al dólar un 65% y las salidas de capital han sido constantes. Lo que no ha conseguido contagiar la abismal depresión argentina (acompañada de la suspensión de pagos del país) lo está logrando la formidable especulación contra Brasil: hundimiento del real y propagación de las depreciaciones a las monedas de la zona. Pese al apoyo del FMI a Brasil con una ayuda de 30.000 millones de dólares (la más grande aportada nunca por ese organismo), la tranquilidad no ha vuelto a los mercados.

Hace cuatro años, la última vez que Lula se presentó como candidato, el presidente de la patronal de São Paulo hizo unas declaraciones en las que aseguró que 800.000 empresarios abandonarían el país si ganaba el sindicalista. Ahora, la actitud del empresariado interno ha sido más neutral e incluso un grupo de emprendedores ha hecho público un comunicado apoyando a Lula. Las intromisiones más significativas han llegado del exterior. Nada más conocerse la ayuda del FMI, la agencia Moody's, sin conceder una oportunidad, rebajó la calificación de los bonos, notas y depósitos bancarios en moneda extranjera hasta los niveles de Honduras o Nicaragua. El especulador George Soros, que tanto dinero ha sacado de países con crisis de confianza, declaró que 'habrá default en Brasil si vence Lula'. Y los principales bancos de negocios, J. P. Morgan, Merril Lynch, Goldman Sachs, han perturbado a los inversores con sus catastrofistas análisis en contra de Lula, atizando el temor a una depreciación acentuada del real, un aumento del riesgo país y, en general, a un futuro perverso en el caso de que la izquierda venza en Brasil. La inversión ha huido en muchos casos y el Estado ha tenido que ofrecer una mayor rentabilidad, en muchos casos disparatada, para atraer un poco de dinero.

No es seguro que triunfe Lula ni tampoco que, en ese caso, logre los cambios que pretende. Si lo hace en primera vuelta, las tensiones se recrudecerán hasta que desvele su política y el nombre de sus colaboradores. Si es necesaria una segunda vuelta, el periodo de interregno será muy complicado y las interferencias aumentarán ad infinitum. Los agentes económicos se quejan muchas veces de las injerencias y arbitrariedades de los gobiernos, pero en pocas ocasiones analizan con la misma intensidad el fenómeno contrario: cuando la política es presionada de forma espuria por los poderes económicos. En cualquier circunstancia, Brasil será un laboratorio decisivo para saber si se puede pasar a la etapa de 'las reformas de las reformas' que aseguren estabilidad institucional e integración social al continente. Y para observar si América Latina puede superar este momento de 'quejíos y quebrantos', como lo ha denominado un banquero español.

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