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Columna
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Más sangre

Hace ya mucho tiempo que el único que mata aquí es ETA. Mata por accidente a los suyos cuando manipulan una carga explosiva, mata a personas inocentes con los coches bomba o las pancartas bomba. Es evidente que la legítima violencia del Estado, amén de violencia civilizada, es proporcional, limitada, controlada, renuncia a la pena de muerte, mientras ETA hace de la muerte y de la sangre el pedestal donde descansa toda su arquitectura ideológica, política, cultural, que se concreta en su estrategia soberanista.

Esa sangre lo contamina todo, hasta los más pequeños rincones de la vida cotidiana, y, por supuesto, todo discurso político. Hay discursos que quieren hacer desaparecer de una vez de nuestras vidas la presencia de esa sangre untuosa, que no haya más. Y hay discursos que no quieren la derrota de ETA y que se enfrentan a este Estado civilizado para seguir utilizando la existencia de ETA como chantaje. Condenará los atentados, pero no quiere la derrota de ETA ni que se condene a los adeptos de ETA.

Desmesura. Desmesura la del lehendakari ('¡Qué barbaridad!') cuando aprovecha una recepción a los miembros de la Asociación de Sastres de España para arengarles sobre la voluntad de los 'vascos y vascas' a decidir su autogobierno y no lo que Madrid diga. Un despropósito, y nada de tacto, que sólo se entiende a causa de la arrogancia ínsita en todo nacionalismo.

Vivimos en el disparate. ¿Por qué una nacionalidad, o nación, se tiene que crear a partir de la segregación? La segregación no sólo respecto a los de afuera, sino especialmente con los de dentro. ¿Por qué toda la comunidad nacionalista se exalta cuando un juez ilegaliza a la parte de la misma que explicita su existencia en el apoyo a ETA; por qué parece mal esa ilegalización y no la de los partidos neonazis en Alemania que no han tenido poder tras la derrota de Hitler?, ¿es que, acaso, la guerra que promovió y el holocausto que engendró no serían por sí suficiente causa para que no existiesen? Pero no es así, y el Estado los ilegaliza porque son un peligro social. No se entiende la solidaridad de los nacionalistas, y de algunos izquierdistas diocesanos, con los que apoyan una organización tan sanguinaria en un sistema democrático.

Aquí, donde el derecho de expresión y manifestación, la libertad personal, incluso el derecho a la vida, están secuestrados por ETA y sus adláteres, resulta escandalosa la sensibilidad del PNV con todo ese mundo. Un mundo dispuesto a construir una Euskadi atravesada por trincheras -es decir, a destruir la comunidad política y crear un enfrentamiento civil- y ser insensible ante miles de personas que desde hace años, sin ningún acto delictivo a sus espaldas, malviven amenazados en un país que recuerda demasiado a la República de Weimar. Que se les nota la satisfacción cuando se enteran que fulanito se ha ido al exilio. Y esa satisfacción no es exclusiva de los aventados violentos, hay mucha bruja de batzoki con la misma actitud: 'Es de familia nacionalista, pero él es un indeseable antivasco'. Los que verdaderamente crispan la situación son los que no quieren la derrota de ETA y se solidarizan con los que la apoyan. Si éstos no existiesen en la legalidad el terror de ETA sería muchísimo menor.

La sola condena moral de los asesinatos es pura palabrería huera. Para condenar los asesinatos hay que querer condenar a los asesinos, hay que condenar a las formaciones políticas que los alientan, hay que condenar los libelos y pasquines que justifican tamañas aberraciones, hay que echar a los docentes que animan a los jóvenes de los institutos a la violencia. Hay que condenar la impunidad -'sé donde vives', 'tu mujer se va a quedar viuda, tus hijos huérfanos'-. Hay que abolir tanta prepotencia, la otra cara del victimismo, que hace presentarse al nacionalismo vasco como lo más excelso del mundo, con justificación para todo, cuando no es ni debe ser así.

Hay que obligar a renunciar a la búsqueda de víctimas propiciatorias, hija de la impotencia de los que son llamados a dominar. Hay que conseguir que la sociedad vasca deje de ser bañada por la sangre de víctimas inocentes y que se deje, a la vez, de hablar del conflicto. Hay que hacer, en una palabra, que el nacionalismo pierda su hegemonía en nuestra patria, para que la ideología de esa clase dominante deje de ser la de la sociedad vasca. Y entonces desaparecerá tanta sangre.

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