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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Arafat, en su prisión

El presidente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), Yasir Arafat, se encuentra desde el viernes prisionero en sus oficinas de la Mokata, el complejo de edificios de Ramala donde vive, pero no gobierna desde diciembre pasado, ceñido, además, por un alambre de espino que quiere asfixiarle tanto simbólica como materialmente. Está preso en una celda sin número y consignado con el infamante nombre de terrorista. Israel le acusa de dar cobijo a 19 activistas relacionados con los últimos atentados suicidas.

Desde el 4 de agosto no los había habido. Pero el jueves pasado, un policía saltaba por los aires junto a un suicida palestino, y al día siguiente otro terrorista causaba en un autobús seis muertos y docenas de heridos. Ariel Sharon, que estudia de antiguo la idea de deportar a Arafat, ha apretado en esta ocasión otra tuerca más en el mecanismo de prisión-humillación con el que lleva meses desgastando la autoridad del líder palestino. La Administración israelí, enclaustrada en sus certezas, proclamó de inmediato la responsabilidad de Arafat en el crimen, cuya autoría ha sido reclamada por varios movimientos terroristas.

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Si fuera Hamás el culpable, significaría otro viraje más hacia el caos, si ello fuera posible, puesto que en medios de la Autonomía se afirmaba que esa fuerza asesina había decretado una tregua hasta que se definiera la amenaza norteamericana contra Irak. Pero lo que está fuera de lugar es suponer culpable al anciano jefe, al que apenas le cabe aspirar a la supervivencia.

Arafat no podía hacer otra cosa que rogar que no hubiera más atentados y, de esa manera, proceder a un amago de reforma para celebrar las elecciones presidenciales y legislativas previstas para el 20 de enero de 2003. Pero, si antes de este último terror ya parecía difícil que pudieran celebrarse, ante la perspectiva de que el rais fuera reelegido, pero siempre junto a una Cámara más y más radical, como todo el mundo en Palestina cree hoy que ocurriría, la reducción del líder a tan penoso cautiverio las hace parecer aún más lejanas.

Su actual confinamiento en tres piezas de uno de los dos edificios que no han sido aún derribados del conjunto que rodeaba las oficinas de la ANP hace incluso temer por su vida, que depende de la resistencia de su enfermo cuerpo y de la de los cimientos del inmueble. El Gobierno de Sharon insiste en exigir la entrega de los activistas, pero fuentes israelíes reconocieron que su objetivo es mantener el asedio para forzarle a un exilio voluntario, posibilidad que el presidente palestino ha descartado una vez más.

¿Es posible ante todo esto alguna vuelta atrás? No, si Sharon mantiene su aparente designio de destruir incluso materialmente la AP. ¿Puede o quiere Washington detener esa carrera sin sentido? Los atentados del 11 de septiembre dieron una mano de cartas al primer ministro del Likud, que sabe jugar de manera implacable bajo la mirada consentidora del presidente Bush. Pero todo ello no es sino una perfecta locura.

La Unión Europea, las Naciones Unidas, el mínimo de sensatez que abrigue Washington, la aterrorizada Liga Árabe, el mundo musulmán que repudia el terrorismo tanto como Occidente, habrían de exigir un saneamiento inmediato de la situación. Liberación de Arafat, tregua que incluya una verdadera acción de la seguridad palestina contra el radicalismo criminal, y cese de la permanente represalia militar que Israel llama preventiva. Y de ahí a reconstruir el castillo de arena de un alto el fuego, si no ya por estas fechas de una auténtica paz, que la bárbara política de Sharon y una Intifada, graduada de sangre inocente, han barrido como las olas en una playa abierta a todas las tormentas. Los hechos parecen hoy decir que hasta eso es pedir demasiado.

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