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Columna
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¿Soy un talibán?

Pues a mí esta clase de chicas -dijo Juan Urbano- nunca me ha llamado la atención: están tan flacas que parecen hechas con palos, y son tan asépticas que, después de verlas desnudas, no tienes nada que recordar.

Los demás dieron otro vistazo a las fotografías y otro sorbo a sus cervezas. Estaban en el café Gijón, hablando de un desfile escandaloso en que las modelos habían salido a la pasarela con sogas atadas al cuello y la cabeza cubierta por unas capuchas parecidas a esa cosa llamada chador con que les cubren el rostro a las mujeres afganas.

-Pero qué tiene que ver eso -dijo otro de los contertulios, el que estaba sentado a la derecha del novelista Manuel Vicent-. No estamos hablando de si te llevarías a las chicas a la cama, sino de la desfachatez del modista.

-O de su talento -añadió el propio Vicent-, porque, al fin y al cabo, lo que ha conseguido el pisaverde es llamar la atención y salir en las portadas de los periódicos, que es lo que quería.

-Tienes toda la razón -dijo Juan Urbano, cambiándose de argumento como los camaleones cambian de color cuando van de caza-, es una absoluta inmoralidad. Desde luego, hay que ser... cagalatas -dijo, intentando ponerse a la altura de pisaverde. Los demás le miraron con cierta aprensión.

Juan no pensaba sólo eso, pensaba también otras cosas que, como siempre, no se atrevía a decir, por no salirse del guión. Tal y como él lo veía, los talibanes, el eje del mal, el terrorismo islámico y demás, eran como una alfombra debajo de la que se barría últimamente toda la basura de este mundo que los intolerantes quieren dejar sin matices: o apoyas los bombardeos sobre Irak o estás con Bin Laden; o estás contra la inmigración o a favor de la delincuencia; o estás con el ministro del Interior o con ETA.

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A Juan Urbano le parecía, ¡aunque cualquiera se atreve a decirlo!, que las mujeres que se prostituyen en la Casa de Campo de Madrid, por ejemplo, son similares a las mujeres que llevan el chador en Kabul, y que resulta un poco talibán defender, en nombre de no sé qué libertades o progresismos, que estuviesen ahí, bajo la lluvia o el sol, expuestas a todo mientras llegaban los clientes. Incluso esos clientes le parecían un poco talibanes, la verdad. Y también creía haber visto, antes del desfile de las sogas y los chadores, un millón de anuncios sexistas cuyo mensaje era: póngase esta colonia y las enfermeras se lo tirarán en la camilla del ambulatorio, o cómprese este coche y las policías, en lugar de multarlo, arrojarán la porra a la cuneta y se echarán desnudas en el asiento trasero.

Igual los publicistas que hacen esos anuncios también son un poco talibanes; no mucho, sólo un poquito. ¿Y los jueces; esos jueces que dejan morir a las mujeres que antes habían puesto diez, doce o veinte denuncias por malos tratos y, cuando la víctima es por fin asesinada, pagan una multa de mil doscientos euros y a vivir. ¿Y los políticos que aún dudan, después de cientos de muertes, si dar una ayuda oficial a esas mismas mujeres que viven en un infierno de ochenta metros cuadrados para que puedan salir de él? Y hasta la supuesta Iglesia buena, la católica, ¿no lleva también cubiertas a sus monjas, no impide que las mujeres puedan dar misa o aspirar a ser Papa?

-¿Sabéis lo que creo? Pues creo -dijo Juan, emergiendo como un buzo de sus pensamientos a la superficie- que deberíamos hacer un decálogo. Algo como que cada vez que llame moro a un marroquí, soy un talibán. Cada vez que llame a un homosexual marica, soy un talibán. Cada vez que me ría o haga un chiste que humille a una mujer, soy un talibán. Y así, hasta diez.

Le miraron de una forma tan rara que se apresuró a añadir:

-Claro, que lo del modista ese, hay que ver, menudo... tuercebotas.

Sin embargo, Vicent y algún otro lo miraron con simpatía. Juan lo consideró un triunfo.

¿Y si, después de todo, decir lo que piensas no fuese tan malo?

Igual callarse también es ser un talibán.

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