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Columna
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Aznar y Zapatero, en el camino de Bagdad

'No basta con ofrecer pactos, hay que tener criterio propio', amonestó Aznar a Zapatero el pasado sábado en Santiago de Compostela. Como ejemplo de la falta de ideas propias del líder de la oposición, el presidente citó la crisis de Irak. Aparte de proponer que se pronuncie Naciones Unidas -le desafió-, '¿sería tan amable de decir qué le gustaría que decidiera el Consejo de Seguridad y qué propondría si Sadam incumpliera la resolución?'. Es cierto que muchos políticos acostumbran a escudarse en cuestiones de procedimiento para no tener que pronunciarse sobre el fondo del asunto. Por ejemplo, Aznar en sus primeros años como jefe de la oposición.

Sin embargo, el ejemplo de Irak no es afortunado, y menos aún contraponer la reticencia de Zapatero a la participación en 1991 (con Gobierno socialista) de España en la guerra del Golfo. Entonces se trataba de responder a la invasión de un país soberano por otro. Tras fracasar todos los intentos de convencer por las buenas a Sadam de que se retirase de Kuwait, ¿qué solución quedaba fuera de la guerra? Cuando acababa de clausurarse el equilibrio de la guerra fría, la pasividad internacional frente a esa agresión habría sentado un precedente gravísimo. El objetivo de la gran coalición internacional (34 países, incluyendo varios Estados árabes) no era derrocar a Sadam, sino obligarle a volver a sus fronteras.

Lo de ahora es diferente. Se trataría de una intervención preventiva ante la posibilidad de que Sadam disponga de armas de destrucción masiva. Entre los expertos, hasta los más críticos admiten que, si hubiera constancia de que Irak está a punto de disponer de esas armas, habría que atacar ya. Pero, ¿cómo saberlo? A falta de pruebas, aceptar el principio de la intervención preventiva también crea un precedente muy desestabilizador. Por eso, la cautela de que como mínimo hay que contar con el aval de Naciones Unidas no es una mera cláusula de estilo, sino una garantía contra deslizamientos peligrosos.

En principio, el temor a una relación entre terrorismo y armas de destrucción masiva es todo menos absurdo, y muy anterior al 11-S. Xabier Arzalluz alertó sobre ese riesgo en una conferencia que pronunció en Bilbao en junio de 1985: hace 17 años. Pero a la hora de sopesar razones sobre una eventual intervención, no puede prescindirse del coste en vidas humanas. En la guerra del Golfo hubo 358 muertos en el lado aliado, casi todos norteamericanos, y unos 100.000 soldados y 35.000 civiles (más unos 300.000 heridos) en el lado iraquí, según una estimación del Departamento de Defensa de Estados Unidos de junio de 1991; es decir, una cantidad superior a la provocada por las bombas atómicas de Hiroshima (80.000 muertos) y Nagasaki (40.000) juntas. Provocar el efecto equivalente al lanzamiento de una bomba atómica para prevenir un ataque atómico es una decisión que plantea serios problemas morales. Aznar cree, o actúa como si creyera, que a pesar de todo hay que atacar. Zapatero duda, y eso más bien le honra.

Aznar se ha construido una imagen de hombre enérgico que ha resultado socialmente beneficiosa en algunos aspectos. Por ejemplo, a ningún otro político español de primera fila se le habría ocurrido que era posible ilegalizar Batasuna, aunque pocos dudaban de que formaba parte del entramado de ETA (y lo mismo puede decirse de Garzón). Pero si no hubiera sido por la tendencia al pacto del dubitativo Zapatero, y su empeño en introducir enmiendas, la ley habría salido con insuficiente legitimación y con un articulado vulnerable frente a recursos ante el Tribunal Constitucional o ante el de Estrasburgo.

El presidente del Gobierno reiteró ayer, en la sesión parlamentaria de control, que el regreso de los inspectores de la ONU no resuelve el problema de fondo; es decir, que, como la flecha ya está en el arco, debe partir. Hay compromisos de España muy difíciles de eludir, y más cuando el fiscal general de Estados Unidos, John Ashcroft, acaba de ofrecer su cooperación contra ETA. Pero tiene razón Zapatero: si Aznar quiere conocer su opinión, que convoque un pleno en el que se debata abiertamente el asunto.

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