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La música se hizo carne

La única vez que vi a Dirk Bogarde fuera de la pantalla fue el día en que murió María Callas. Cuando le comunicaron su muerte cayó fulminado en un desmayo que duró un largo rato. Al volver en sí dijo en francés, dos veces, como Carmen en el tercer acto de la ópera: 'La mort, la mort'. Sin embargo yo no tenía esa impresión de muerte porque me quedaba como a tantos millones de personas lo único que había tenido siempre de ella: su voz.

Yo nunca vi a María Callas en el escenario. Primero conocí su voz, que me acompaña desde los 12 años, en un single que contenía el aria Casta diva y la caballeta Sine al rito de la Norma de Bellini. Fue el principio de mi amor y mi adhesión completamente irracional a la lírica y al canto. Y estoy seguro de que ese disco y esa voz grabaron en mis oídos y en mi cerebro un cauce por donde han circulado más tarde torrentes hechos de música y de voces que han durado hasta hoy.

En los últimos años hemos podido acceder a las únicas filmaciones que existen de sus conciertos (tres, únicamente, más dos versiones del segundo acto de Tosca, uno más completo en París y otro más deficiente en el Covent Garden). Y a parte de la Medea de Pasolini, algún reportaje y, eso sí, muchas fotos. No hay nada más. Por lo tanto toda mi relación con ella, todas las emociones y experiencias que yo he vivido con María Callas, no vienen directamente de ella sino de un reflejo de lo que era, algo así como su sombra, puesto que nunca tuve la experiencia directa de su luz. Pero a veces una sombra puede alumbrar más que una llama. Por eso de María Callas, mientras la escucho y la veo de nuevo, me llegan dos estímulos principales: uno procede de la capacidad de la cantante para seguir produciendo emociones más allá de su propia existencia; el otro se relaciona con el oficio de los que nos dedicamos a la escena: la enseñanza inequívoca y clara de lo que es y debe ser un intérprete.

Existen algunos artistas que se funden con su arte de tal modo que llegan a confundirse con él. Marlon Brando es sinónimo de interpretación cinematográfica, Carmen Amaya de flamenco. La Callas lo es de la ópera lírica. Las formas que crean estos artistas, por artificiosas que sean, aparecen siempre claras, evidentes y plenamente justificadas. Todo en ellos adquiere la apariencia de una gran facilidad. Y sin embargo, para que se produzca ese fenómeno no basta con un gran talento y unas dotes naturales -imprescindibles-, sino que también es necesaria una disciplina espiritual para poner esas dotes al servicio del autor y del público. Ser intérprete es aceptar ese papel de mediador, de médium: aparte de la mencionada disciplina espiritual hace falta también una actitud de humildad que conduce a una constante búsqueda y a un esfuerzo muy riguroso. Eso en Callas se convierte en una constante, gran lección.

Cuando, tras el Falstaff del Théâtre de la Monnaie de Bruselas, en 1984, Michel Glotz me invitó a incorporarme a su agencia artística, mi primera conversación con ese extraordinario personaje fue sobre la Callas. Él había sido su productor discográfico como lo era aún de Karajan y de tantos otros. Me veo escuchándole -a una edad en que la mitomanía precisa casi necesariamente la pasión por la ópera- hablando de la 'musicalidad de María' (Toscanini había dicho de ella que sus silencios y el sonido de su respiración deberían estar escritos en la partitura). Yo quería que me hablara de la actriz: 'Nunca sabremos si era una actriz que cantaba o una cantante que interpretaba. Tal vez las dos cosas', me dijo. 'Lo cierto es que fue la primera cantante de ópera que dio la espalda al público...'. Ahí, impaciente, ataqué yo alabando la valentía que ello suponía ante el público burgués de la ópera en la década de 1950. Hasta que Michel cortó mi discurso con una sonora carcajada: 'María pudo dar la espalda al público porque, al ser muy miope, nunca alcanzó a ver la mano del director que le daba la entrada. Estudiaba hasta aprenderse de memoria la partitura de toda la orquesta'. Pocas veces como en ese momento he sentido tanta admiración y tanto amor profesional por alguien. El misterio del arte no tiene explicación, pero seguramente observa una constante: como un árbol, la grandeza del intérprete será mayor cuanto más profunda sea la raíz que penetra en la tierra. María Callas, artista de voz herida, como Piaff o Camarón, se sabía desposeída de alma cuando entraba en contacto con la música. Cambiaba su respiración por la del personaje, el cual respiraba a su vez con la cadencia y el ritmo precisos de cada sentimiento, de cada vivencia insuflada por el compositor en cada nota. Ese acto de abandono, es decir de amor hacia el compositor hasta fundirse con él, se percibe en todo momento en la Callas. Siempre hay que volver a escucharla. No para cantar igual que ella, sino para saber cómo son los personajes.

Entre sus últimas apariciones públicas, figuran las célebres master-class que impartió en la Julliard School de Nueva York, por suerte conservadas en un disco compacto. Hay un momento en que está corrigiendo a un barítono que canta la famosa frase de Rigoletto: 'Cortigiani, vil razza dannata!'. Su única, obsesiva indicación es: 'Usted no invente nada, haga simplemente pero exactamente lo que escribió Verdi y ya verá cómo es mucho mejor'. Detrás de esa frase hay siglos de arte y de oficio, de respeto y de grandeza.

Viendo y escuchando hoy de nuevo su sombra me vuelven mil imágenes vivas, como si la hubiera visto, pero sobre todo tengo la sensación de haber conocido a esa figura frágil que pedía a Visconti en La Scala más horas de ensayo o que permanecía entre cajas porque se sentía perdida, incapaz de darle al público lo que el compositor exigía de ella. Seguramente eso es menos interesante que su relación con Onassis, pero a mí me emociona más. Lo otro también me emociona, pero además me entristece.

Todo ello forma parte del relámpago que, a modo de alarma, estalla en mi cabeza cada vez que empiezo a ensayar una ópera: la voz que me abrió una puerta a los 12 años regresa para indicarme cuál es el camino a seguir. Esa puerta está hecha de amor a la música. Ya sé que todo esto no es posible explicarlo. Lo más parecido a una explicación estaría en esa frase enigmática y sublime que nos enseñaban en el colegio: 'Y el verbo se hizo carne'. En este caso la música se hizo carne y ciertamente habitó entre nosotros.

Lluís Pasqual es director de escena.

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