¿El final de Arafat?
Se ha predicho su fin incesantemente. Pero el presidente palestino, Yasir Arafat, el gran artista del alambre medio-oriental, aquel a quien en la zona más veces se ha dado por políticamente muerto, ha acabado por resurgir siempre de sus cenizas. ¿Nos hallamos esta vez ante el principio del fin de su carrera?
En junio pasado, y atendiendo a un clamor interno y externo, el rais reformó su Gobierno, pero con tan poca convicción democrática que nueve de sus miembros están hoy bajo sospecha de corrupción. Y esta semana tuvo que disolverlo porque, de otro modo, hubiera tenido que afrontar un seguro voto de censura de su propio Parlamento. Un cuerpo legislativo del que más del 70% fue elegido bajo la etiqueta de Fatah, la formación fundada por el propio Arafat, o como independientes de su misma cuerda. Paralelamente, el líder palestino ha anunciado elecciones legislativas y presidenciales para el 20 de enero de 2003, siempre dentro de ese presunto espíritu de reforma política.
En menos de dos semanas, sin embargo, tendrá que haber formado un Gobierno aceptable para la mayoría de los 88 parlamentarios palestinos, que pueda funcionar como Ejecutivo provisional hasta los comicios, y eso se supone que le obligará a desprenderse de la mayoría de sus paniaguados, que volvieron en 1994 con el líder de un exilio se dice que bastante dorado.
Todo ello es juzgado por gran parte de muchos israelíes y no pocos palestinos como el comienzo del fin, el alejamiento más o menos brusco de Arafat de las instancias de poder. Eso es lo que le pide Washington, lo que ansía Israel, y lo que aceptaría la Unión Europea, si se hiciera en debida forma constitucional.
Arafat podría, efectivamente, resignarse a aceptar un papel de soberano sin poder efectivo, con el nombramiento de un primer ministro, aunque no es nada seguro que fuera suficiente para Washington, ni le bastaría, con toda certeza, al Gobierno israelí. Ambos quieren un nuevo orden palestino, con el que dicen que sería más fácil negociar. Pero no hay nada que respalde el optimismo de este punto de vista.
En teoría, las elecciones de enero podrían ser el punto de partida de esa nueva era, pero no está nada claro que, llegado el momento, ni el presidente Bush ni el primer ministro Sharon vayan a querer que se celebren, porque, si se presenta el líder palestino, todo apunta a que sería reelegido aunque con gran mayoría de radicales en el Parlamento. El propio movimiento del integrismo terrorista Hamás estaría en esta combinación explosiva, que lo sería aún más si para entonces la maquinaria de guerra de EE UU hubiera ya aplastado al vecino Irak de Sadam Husein.
Tampoco parece cierto que la retirada plena de Arafat antes de enero fuera a servir a la causa de la paz, porque es el continuo martilleo militar israelí sobre la autonomía palestina -cuando no se ha producido ni un solo atentado suicida desde el pasado 4 de agosto-, en el contexto de la ocupación y colonización creciente de Cisjordania, lo que arroja a la opinión en brazos del extremismo suicida. Los sucesores del rais serán o colaboracionistas de Israel sin influencia o radicales antiisraelíes dispuestos a todo menos a la concordia. El presidente Arafat aún es necesario, a condición de que Sharon quiera de verdad negociar una paz equilibrada. Pero la falta de pruebas de que así sea podría explicar porqué el gobernante del Likud pretende anular al rais cuanto antes.
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