Una antología agita las aguas de la poesía
'Las ínsulas extrañas' reúne los poemas de 99 autores españoles e hispanoamericanos
En 1997, el Círculo de Lectores y Galaxia Gutenberg encargaron a los poetas españoles José Ángel Valente y Andrés Sánchez Robayna y a los hispanoamericanos Blanca Varela y Eduardo Milán la elaboración de una antología de poesía escrita en español durante la segunda mitad del siglo XX. El proyecto surgía inspirado en Laurel, una célebre antología publicada en México en 1941, y que reunió a poetas de ambos lados del Atlántico de la primera mitad de la pasada centuria. Las ínsulas extrañas es el resultado de aquel encargo. Reúne poemas de 99 autores (no pudieron ser los cien previstos, ya que Carlos Sahagún se negó a figurar en antología alguna, fuera la que fuera). Las voces, irritadas, de algunos excluidos ya se han oído. La polémica está servida.
'Ha habido un empobrecimiento en la lírica española de los últimos treinta años'
No está Valente y, por tanto, no se pueden conocer los argumentos que el poeta hubiera dado para defender su participación en Las ínsulas extrañas, que Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg ya ha puesto a disposición de los socios del club editorial y que llegará a las librerías el próximo día 23. Aun antes de su aparición, el libro ha desatado ya la caja de los truenos en el mundo de la poesía española, y tampoco está Valente para defenderse de las primeras reacciones, francamente hostiles, que se han publicado los pasados días. Carlos Bousoño, uno de los excluidos, se ha referido a él como 'un ser destructivo que hizo bastante daño a las personas que tuvieron la desgracia de tratarlo en vida' y ha hablado del 'odio ponzoñoso que circulaba' por sus venas. Ángel González, que tampoco está presente en la selección, ha sido mucho más discreto. Ha dicho que Valente 'tenía complejo de número uno', y ha resaltado el interés de los antólogos por una poesía hermética, que a él no le interesa.
La antología es, desde luego, un producto colectivo. No es sólo José Ángel Valente (1929-2000) quien la firma. Lo hacen también la poeta peruana Blanca Varela (1926), el uruguayo Eduardo Milán (1952) y el español Andrés Sánchez Robayna (1952). El propósito que han compartido ha sido el de reunir los poemas de los cien poetas 'que hubieran destacado en la renovación del lenguaje poético en el ámbito de la lengua española', según Sánchez Robayna, durante la segunda mitad del siglo pasado. 'Es un ensayo', dice el escritor canario, 'y una apuesta crítica': elegir, entre una extensa nómina de voces, aquellas que mejor han contribuido a ampliar el registro expresivo de una lengua, las que más lejos llegaron en la renovación de la tradición recibida.
Todos los poetas reunidos han nacido entre 1910 y 1957. Salvo dos, Juan Ramón Jiménez (nació en 1881, pero publicó algunos de sus títulos más representativos durante la segunda mitad del siglo pasado) y Pablo Neruda (nacido en 1904, pero también uno de los nombres más relevantes de la lírica escrita en español en aquel periodo). Sánchez Robayna señala dos cuestiones importantes que descubrieron durante el proceso de selección. Que había una gran incomunicación y desconocimiento entre los autores hispanoamericanos de aquel periodo ('el que escribía en Argentina no conocía al que lo hacía en Honduras'), y que 'la poesía escrita en España durante los últimos veinte o treinta años ha conducido a una degradación y empobrecimiento de los desafíos poéticos, por no haber evitado la repetición de las distintas metamorfosis de la tradición realista'.
La polémica es, y será, inevitable. En la antología no figuran nombres como los ya citados, u otros como los de Mario Benedetti, Álvaro Mutis o Alejandra Pizarnik, por hablar del ámbito hispanoamericano, y José Hierro (a propósito de su exclusión, comentó que tenía todos los defectos del mundo menos el de la vanidad) o Leopoldo María Panero, entre los españoles.
Cuenta Blanca Varela: 'Lo que nos unía a los cuatro era una forma de sentir y concebir la poesía. Y buscábamos aquellos nombres que hubieran influido profundamente en el curso de la poesía escrita en la segunda mitad de siglo. No es que, por ejemplo, no nos interese la poesía social, pero es que nos atraen más aquellas voces que han roto con lo trillado y previsible. Ahí están los casos de Gamoneda o Pino, por ejemplo. Luego había una cuestión de procedimiento. Cada poema elegido tenía que ser aprobado por unanimidad. Los cuatro teníamos nuestras listas y leíamos los versos. Luego discutíamos. Alejandra Pizarnik no pasó el examen: pensábamos que había más literatura en torno al personaje que en su propia obra'.
'Uno de los objetivos principales del proyecto', cuenta Eduardo Milán, 'era el de poner en situación de diálogo las obras de poetas muy diferentes, y ver cuántas influencias compartían, qué tenían en común, qué los diferenciaba'. Uno de los desafíos más radicales de Las ínsulas extrañas ha sido el de subrayar que, entre los autores de un lado y otro del Atlántico, 'la lengua es, verdaderamente, una patria común' (escriben en el prólogo, donde añaden: 'Todos ellos confirman la existencia de un estrecho diálogo, la inextricable trama de una sensibilidad literaria que está por encima de las innegables diferencias nacionales').
No es una historia de la poesía ('no tenían por qué estar todos los que son', dice Milán), no es un catálogo. 'Hemos buscado aquellos que han buscado un decir originario que heredara los desafíos propios de la modernidad (innovación, ruptura, experimentación formal, voluntad de transformación, crítica social...)', comenta Milán.
'Desde hace tiempo no existe una tradición poética única y, por lo tanto, cada autor es libre de escoger a sus antecesores y situarse en la dirección en la que, por intuición o por carácter o por destino, más afinidades espirituales encuentre'. Eso dicen los antólogos en el prólogo. La pluralidad de tendencias es un signo de estos tiempos. Elegir de todas ellas unos poemas representativos ha sido el reto de Las ínsulas extrañas. El campo de batalla está abierto. Pasen, señores poetas, y peleen.
La referencia de 'Laurel'
En 1941 se publicó en México, en la editorial de José Bergamín, la antología Laurel, que reunía a 38 poetas representativos de la primera mitad del siglo pasado. La selección había sido realizada por dos hispanoamericanos, Xavier Villaurrutia y Octavio Paz, y dos españoles, Emilio Prados y Juan Gil-Albert. Escribió Paz que el libro pretendía 'mostrar la unidad y la continuidad de la poesía de nuestra lengua'. Las ínsulas extrañas participa de la misma voluntad y, quizá, uno de sus logros sea descubrir los poemas de muchos grandes autores hispanoamericanos muy poco conocidos en nuestro país (así, por ejemplo, el largo poema Hospital Británico, de Héctor Viel Temperley). 'No podían estar todos', dice Milán, 'si entraba uno, tenía que salir otro. La idea es que se mantuvieran todas las corrientes, y hubo veces que poetas que algunos defendimos no entraron porque había otros que consideramos que habían llegado más lejos por caminos semejantes'.
No tiene sentido reproducir los 99 nombres incluidos. Seguro que sobre los poetas más antiguos habrá acuerdo (Lezama, Miguel Hernández, Enrique Molina, Westphalen, Blas de Otero, Paz o Nicanor Parra, entre otros). Esta nómina revela que registros muy distintos están representados. La voluntad experimental de Rodolfo Hinostroza convive con la voz coloquial de Ernesto Cardenal, por ejemplo. La disputa sobre los incluidos y los excluidos de los cincuenta ya se ha hecho notar. Más barullo se levantará por los autores seleccionados que han nacido después de 1940. De los novísimos, sólo está Gimferrer. Están Clara Janés, Talens, Colinas, Ullán, Jaime Siles o César Antonio Molina, pero no están Martínez Sarrión, Juan Luis Panero o Miguel d'Ors. Dicen los antólogos consultados que no hubo voluntad de generar ruido, pero reconocen que no está mal agitar las aguas estancadas de la poesía en lengua española.
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