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Columna
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Arqueología

En 1687, por obra de una de estas confusas guerras que cambian las fronteras sin respeto por los estudiantes de Historia, los venecianos sitiaban Atenas. Los turcos, que eran quienes resistían del otro lado de las barricadas y las zanjas, contaban con un nutrido arsenal que les permitiría reprimir las avanzadas del enemigo durante unos meses más; el único problema que se planteaba a los oficiales del sultán era en qué lugar almacenar las municiones y las armas para que los sitiadores no las desintegrasen de un cañonazo. Finalmente, un espíritu ilustrado se decidió por el Partenón: colocarían toda la metralla en lo alto de la Acrópolis, dentro de aquella gloria del genio griego contra la que nadie (y menos un italiano) se atrevería a disparar. El razonamiento de aquel militar anónimo revela un alma singular, de rasgos marcados, como esos rostros a los que vuelve bellos su desobediencia a la simetría de la belleza: había en ella astucia, un respeto supersticioso por las obras de arte, un desconocimiento suicida de la maldad de los hombres. Sin ninguna clase de dolor de conciencia, las baterías venecianas abrieron fuego contra el genio griego e hicieron estallar el Partenón como si se tratase de una caja de bengalas. Un tal general Morosini fue quien dio la orden. Y ahora yo juego a introducirme en la mente de aquel hombre, buscando seguir el rastro de los pensamientos que atravesaron su cráneo en el momento en que supo dónde se guardaba el armamento turco; nada nos cuesta imaginar que era un estratega capacitado, que ejecutó con maestría las órdenes de asedio que le suministraba la Serenísima República de Venecia. Sin duda la mitad militar de su cerebro se regocijaría con el golpe infligido al enemigo después del disparo fatal, pero seguramente algo protestó también en su interior en el momento en que veinte siglos de arte quedaban reducidos a escombros: y tal vez, por qué no, le costó reconciliar el sueño aquella noche en su tienda, entre el piafar de los caballos y el estruendo de los infantes que marchaban.

Dicen los indios que todo acto criminal se graba en el alma de quien lo comete como en una corteza, y que ese inventario final determina la futura reencarnación del individuo. Si la muerte de una persona traza una muesca en esa superficie, la desaparición de ciudades, templos, bibliotecas quedará marcada por un profundo zarpazo; en tal caso, Morosini habrá expiado su culpa pasando centenares de años convertido en gusano, sapo o mosca. Lo mismo que cabe augurar para los empresarios que han decidido construir una gasolinera en Baza, en la provincia de Granada, justo encima de un yacimiento prehistórico y romano del que en el pasado ya surgieron piezas de gran valor. Ahora el Ayuntamiento va a detener las obras, pero se estima que muchos de los tesoros que guarda el yacimiento pueden haber sido irreversiblemente dañados. Quiero pensar que en algún momento de su tarea, mientras accionaban las apisonadoras, también estas manos dudaron, como quizá la del general veneciano en el momento de dar la orden: porque su humanidad quedaba comprometida en ese gesto, y se jugaban por méritos un lugar entre gusanos, sapos o moscas, criaturas que tampoco saben nada de arqueología.

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