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Tribuna
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¿Guerra por la libertad o guerra contra ella?

La revista The Economist es por lo general indulgente con Estados Unidos, pero recientemente ha descrito el actual estado de la libertad en nuestro país como 'una innecesaria victoria para el terrorismo'. Es comprensible. En dos amplias esferas, el Gobierno estadounidense ha contravenido sistemáticamente el derecho internacional y la Constitución estadounidense. La Convención de Ginebra, de la que somos signatarios, tiene descripciones exactas sobre el trato que se debe dar a los prisioneros de guerra. Sin embargo, Estados Unidos ha declarado que los prisioneros de la base de Guantánamo no están cubiertos por la convención. (De hecho, entre los prisioneros se encuentran personas no involucradas en la lucha, como el antiguo embajador talibán en Pakistán, considerado enemigo político o sospechoso de mantener conexiones con el terrorismo). Estados Unidos mantiene la base de Guantánamo desde hace más de cien años y no está inclinado a devolvérsela a Cuba, pero declara que no es territorio estadounidense y no está sometido al derecho estadounidense, ni a ningún otro que no sea la arbitraria designación por parte del Gobierno estadounidense de amenazas a la seguridad nacional y al orden internacional.

Ha creado un espacio extrajudicial que facilita el traslado de algunos prisioneros a otros países para ser sometidos a interrogatorio, un eufemismo para la tortura que el Ejército estadounidense prefiere subcontratar. Durante la guerra de Argelia, Maurice Duverger inventó el término fascisme a l'exterieur para definir la práctica por parte de las naciones democráticas de una odiosa represión fuera de sus fronteras. El problema del fascisme a l'exterieur, como demostró la mortal enfermedad de la IV República, es que no se puede limitar y acaba amenazando las libertades internas de los países que lo practican. Podemos recordar también que Hannah Arendt define el fascismo como la aplicación a las poblaciones europeas de las prácticas del imperialismo.

Los extranjeros que viven dentro de las fronteras estadounidenses desde el 11-S experimentan un estado policial. La detención indefinida bajo sospecha de delitos no especificados o vagos, la negación del acceso a asesoramiento jurídico, el uso de infracciones menores o triviales de la ley de inmigración y la manipulación o sabotaje de procedimientos administrativos o judiciales para mantener a las personas retenidas, la continuada negativa a permitir a dichas personas o a sus abogados que vean las pruebas que hay contra ellas (y, a menudo, la negativa a permitir que los jueces vean las pruebas, también) son casos que se dan a diario. La identidad y el número de los detenidos sigue siendo un secreto, exactamente como si Estados Unidos fuese el Chile de Pinochet. El Gobierno ha intentado justificar su conducta con el argumento de que amenazas extraordinarias exigen defensas extraordinarias, y cuando se le ha retado a que especificase la amenaza representada por un individuo determinado ha respondido con un grotesco argumento constitucional en el que se alega la doctrina de la separación de poderes para descartar el control judicial a la conducta del Ejecutivo.

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Buena parte de esto, si no todo, no es nuevo, y un pequeño número de personas han recibido ese trato durante décadas, y a menudo han conseguido, después de años, que los tribunales las liberen. Lo nuevo es la agresividad y el alcance de la ofensiva del Gobierno, su intención abierta de desafiar, si fuese necesario, a la intervención judicial. No sólo los defensores de las libertades civiles como la American Civil Liberties Union, sino también la incluso lenta de American Bar Association (asociación de abogados estadounidenses) han criticado enérgicamente al Gobierno y proporcionado abogados para defender a los prisioneros normalmente insolventes. Las críticas del Congreso se han oído, si bien no demasiado fuerte, pero buena parte de la población ha aceptado pasivamente los argumentos del Gobierno. Al menos uno de cada 10 habitantes de Estados Unidos es extranjero, y obligatoriamente la coexistencia de dos ámbitos jurídicos -uno para los ciudadanos que tienen derechos y otro para los extranjeros que no tienen ninguno- demostrará finalmente ser inestable. A continuación se amenazará a los ciudadanos.

Mientras tanto, varios jueces han criticado e intentado corregir al Gobierno. Los jueces federales de Estados Unidos están nombrados a título vitalicio, y en el pasado han sido a menudo rigurosos y eficaces defensores de la libertad contra la intrusión gubernamental. Sin embargo, los jueces son nombrados por uno u otro partido: recuérdese que la mayoría republicana del Tribunal Supremo le regaló la presidencia a Bush. Es bastante incierto que esta mayoría se enfrente a sus mecenas políticos incluso en un área tan fundamental como la defensa de las libertades. Los antecedentes del Tribunal Supremo en tiempos de guerra no son espléndidos. Recientemente se negó a oír siquiera los argumentos de que la guerra de Vietnam era anticonstitucional y en la II Guerra Mundial confirmó el internamiento de los japoneses residentes en Estados Unidos. Los tribunales, en general, tienen en cuenta la opinión pública (ésa es la razón por la que esperaron tanto para poner fin a la segregación racial). Por lo tanto, el Gobierno de Bush tiene una estrategia para debilitar y anular la interferencia judicial con su ilimitado ejercicio del poder ejecutivo. Es la estrategia que también está utilizando para justificar el planeado ataque contra Irak. Proclama una emergencia nacional tan total que cualquier restricción al Gobierno se presenta como algo que probablemente provoque un desastre nacional.

Para un segmento de la opinión pública, basta con eso. El otro día, The Washington Post publicó una foto del presidente y del vicepresidente en la conferencia sobre asuntos económicos que celebraron en Tejas. Cada uno mostraba un juicio notablemente agudo. El presidente bostezaba y Cheney estaba al parecer dormido. Sin embargo, un lector indignado escribió al periódico para denunciar que la publicación de la foto era un ataque interno a una nación en guerra. Ein Reich, Ein Volk, Ein Fuehrer no es una idea exclusivamente alemana. Los supuestos enemigos de la nación son los árabes o los musulmanes, y la movilización de la ira o el prejuicio contra ellos es relativamente fácil. La excelente universidad estatal de Carolina del Norte pidió a los nuevos alumnos que leyesen un libro sobre el islam, y provocó una considerable protesta pública. Los tribunales se negaron a admitir una demanda de los fundamentalistas protestantes en la que declaraban que leer sobre el islam era una violación de los derechos de los estudiantes cristianos, pero algunos de los legisladores han solicitado a la Cámara legislativa estatal que deje de financiar a la universidad.

Es improbable que lo haga, pero la atmósfera política general padece contaminación autoritaria. Algunos de esos responsables (el antiguo secretario de Educación, William Bennett, y el antiguo director del Fondo Nacional para las Humanidades, Lynne Cheney) son intelectuales que han aprovechado el ataque para difamar a los críticos de las políticas de Bush acusándolos de criminalmente deficientes en patriotismo. The New York Times, que en sus editoriales se ha mostrado crítico con el Gobierno y ha publicado noticias sobre sus conflictos internos y sus intentos de engañar sistemáticamente a la opinión pública, ha sido tachado de 'parcial' o 'poco fidedigno'. Queda por ver si acabará organizándose un ataque económico contra el Times (la organización de un boicot y una reducción de la compra de espacio publicitario). La libertad suprema de los ciudadanos de una sociedad democrática, el uso del espacio público para producir opiniones autónomas y actuar en consecuencia, ha sido socavada por la innoble conformidad y la debilidad intelectual de los medios de comunicación, animados deliberadamente por los iniciadores de otro frente de represión jurídica.

Sin embargo, la eficacia y la supervivencia de las libertades constitucionales en Estados Unidos depende no sólo del rigor moral y la independencia del poder judicial -o de la vigilancia ejercida por ciudadanos preocupados y comprometidos-; depende de los representantes elegidos por el pueblo, el Congreso, que tiene el mandato constitucional de controlar y, si fuese necesario, cambiar el comportamiento del Ejecutivo. La trayectoria del Congreso hasta ahora ha sido ambigua. En general, ha fracasado en someter las políticas (y las intenciones) exteriores y militares del Gobierno a un escrutinio estricto; y, de esa forma, ha legitimado una atmósfera de unanimidad espuria en la que el Gobierno se ha considerado libre de cualquier restricción. Algunos miembros (como John Conyers, el veterano demócrata de la Comisión Judicial del Congreso, y el senador Patrick Leahy) han sido francos en su crítica al trato dado a los extranjeros. Muchos se han unido a los sindicatos de trabajadores de correos y comunicaciones y han declarado abominables los planes del fiscal general de convertir la vigilancia de cada vivienda estadounidense en una cuestión de política pública. Y otros han retrasado el plan para la creación de un nuevo departamento de seguridad nacional interna, con el convincente argumento de que crearía una monstruosidad burocrática a un tiempo ineficaz e ilegítima. (De hecho, el que el Gobierno no pudiese parar el ataque del 11 de septiembre quizá se deba al excesivo celo y a las mentiras del FBI. Había enfadado tanto a los jueces con un uso continuo de pruebas falsificadas que una comisión de jueces se negó a permitirle examinar el ordenador del supuesto vigésimo terrorista, que podría haber contenido la información sobre la conspiración). En general, sin embargo, el Congreso ha sido excesivamente pasivo.

Hay un veredicto en la jurisprudencia de Scots que atestigua el carácter no concluyente de las pruebas 'no demostradas'. No está demostrado que Estados Unidos pueda responder a las amenazas que lo acechan mediante la movilización ideológica para conseguir la hegemonía mundial, y retener las estructuras y texturas de una auténtica democracia constitucional. Y no es demasiado paradójico que la crítica abierta a la forma de llevar la guerra contra el terrorismo en su forma actual sea el único modo de garantizar la supervivencia de nuestra democracia. La libertad que no se practica muere.

Norman Birnbaum es catedrático emérito de la Universidad de Georgetown y autor de Después del progreso, de próxima publicación en España

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