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La segunda era Reagan

George W. Bush no se considera heredero político de su padre, sino de Ronald Reagan, con quien se asemeja en su política económica y exterior y en el desprecio a la burocracia de Washington

Enric González

A Ronald Reagan sólo le preocupaba el comunismo. Llegó a la presidencia con el objetivo de elevar el ánimo de un país afligido por la derrota de Vietnam, la crisis energética, la inflación y los fracasos en Oriente Próximo, y comprendió que para ello tenía que acabar con la Unión Soviética, 'el imperio del mal'. Todo lo demás era indiferente. Cuando le preguntaban por el apabullante déficit acumulado durante sus dos mandatos, Reagan se encogía de hombros y bromeaba: 'No me preocupo por el déficit, es lo bastante grande para cuidarse solo'. George W. Bush se considera heredero político de Reagan, no de su padre, y ha encontrado la misión de su presidencia en la lucha contra el terrorismo. Un año después del 11 de septiembre de 2001, Bush lo apuesta todo a la carta de la guerra.

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Al presidente de Estados Unidos le han salido bien muy pocas cosas en los últimos 12 meses. Bill Clinton le dejó una montaña de reservas presupuestarias que la crisis económica y la reducción de impuestos de Bush han convertido en un déficit de 165.000 millones de dólares anuales; la Bolsa languidece, sacudida periódicamente por un escándalo de corrupción empresarial como los de Enron o WorldCom; el conflicto de israelíes y palestinos, que siempre ha pasado por Washington, está peor que nunca; los aliados más fieles se sienten inquietos; y hasta el Ejército se queja, discretamente, por la súbita erupción de belicismo antiiraquí. George W. Bush ha acabado con el régimen talibán, pero ha fallado, por ahora, incluso en su promesa más concreta, la de atrapar 'vivo o muerto' a Osama Bin Laden. El líder talibán, el mulá Mohamed Omar, logró también escabullirse. Y Estados Unidos deberá mantener su presencia militar en Afganistán durante un tiempo mucho más largo del que se preveía.

Bush, sin embargo, sigue disfrutando de una popularidad muy alta. El 65% de los estadounidenses aprueban su gestión. No es el 96% de la semana posterior a los atentados, pero tampoco el 51% de la semana anterior a la tragedia, cuando era aún el 'presidente accidental' y sólo contaba con la benevolencia de que disfrutan los presidentes novatos. ¿Cuál es el secreto de su éxito? La simpatía personal, sin duda, y el liderazgo que supo asumir sobre las ruinas del World Trade Center. Como Reagan y Clinton, Bush sintoniza de alguna forma con el ciudadano medio.

Por lo demás, los defectos de su gestión, y de su Gobierno, son los mismos que el 10 de septiembre de 2001, aunque exagerados por la crisis. Una de las características fundamentales del Gabinete es el dominio de los conservadores 'radicales', discípulos de Reagan, que ven el 11-S como una oportunidad para cambiar el mundo y reconstruirlo al gusto americano, frente al conservadurismo tradicional, de instintos aislacionistas. Bush fue un candidato más bien aislacionista: quería reducir la presencia militar en el extranjero, rechazaba por completo la 'construcción de países', refiriéndose a la iniciada por Clinton en los Balcanes, y propugnaba la 'humildad diplomática'. Todo eso desapareció con los atentados, que dieron alas a los radicales.

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El caso más claro del naufragio aislacionista es el del secretario del Tesoro, Paul O'Neill, un 'clásico' casi modélico: sólo cree en las leyes del mercado, no le interesan las instituciones multilaterales como el Fondo Monetario Internacional y siempre ha sido enemigo de conceder ayuda a países en dificultades. Lo cual le llevó a decir que los argentinos 'están como tienen que estar' porque 'no tienen nada interesante que exportar', y a desaconsejar una operación de salvamento para la economía brasileña porque el dinero podría acabar 'en cuentas suizas'. Pocos días después de pronunciar esta última frase, la Casa Blanca, atemorizada por un posible 'efecto dominó' en todo el continente suramericano, le ordenó que aprobara el plan de salvamento diseñado por el FMI. Con otro presidente, O'Neill ya habría sido despedido. Pero Bush valora la fidelidad por encima de la eficacia.

Los radicales, que por no definirse como neoimperialistas optan por el término 'hegemonistas', están en alza. Creen que, ganada la guerra fría, sólo el radicalismo islámico se interpone entre Estados Unidos y el objetivo final de la historia, una pax americana de alcance mundial. Piensan que ninguna misión es demasiado ambiciosa para la hiperpotencia. Y entroncan intelectualmente con los milenaristas, los cristiano-sionistas y otros pujantes grupos religiosos que forman el núcleo del electorado de Bush. Richard Perle, que fue apodado Príncipe de las Tinieblas como subsecretario de Defensa con Ronald Reagan y es ahora el principal asesor del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, afirma que crear un escudo antimisiles sobre EE UU es 'un imperativo moral', y propugna un 'cambio de régimen' no sólo para Irak, sino para todos los países árabes. Fue él quien presentó ante un grupo de generales el informe de un analista de Rand Corporation en el que se justificaba la necesidad de tratar a Arabia Saudí como 'país enemigo'.

La expresión 'cambio de régimen' es, curiosamente, una expresión heredada también de los tiempos de Reagan. Entonces se utilizaba como eufemismo de 'golpe de Estado' y se refería a Latinoamérica. Paul Wolfowitz fue uno de los primeros en emplear la frase. Wolfowitz trabajó con Reagan (jefe de planificación del Departamento de Estado y adalid del dictador Suharto como embajador en Indonesia) y ahora, como segundo de Rumsfeld y encargado de la vertiente política del Pentágono, es otro de los radicales agrupados en el Departamento de Defensa.

Cuando se habla del riesgo de crear un precedente muy peligroso si Estados Unidos ataca a Irak sin provocación previa, tiende a olvidarse que ya existe algo parecido a un precedente, a pequeña escala: Ronald Reagan invadió la diminuta isla de Granada porque no le gustaba su régimen. Los instintos políticos de los años ochenta han reaparecido en la actual Administración. Lo que ocurra con Irak revelará si los radicales o hegemonistas se imponen definitivamente o si Bush prefiere, a última hora, seguir los consejos que su padre le envía a través de amigos como James Baker (ex secretario de Estado) y busca un cierto consenso internacional sobre la fórmula para desactivar la amenaza del rearme iraquí.

El Gabinete de Bush se asienta en cuatro pilares: Dick Cheney, más copresidente que vicepresidente; John Ashcroft, fiscal general, cargo casi equivalente al de ministro del Interior en Europa; Donald Rumsfeld, ministro de Defensa, y Colin Powell, secretario de Estado (ministro de Exteriores), a los que se añade la muy influyente asesora de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice. Dentro del cuarteto con poder ejecutivo, sólo desentona Powell.

El general retirado es un centrista puro (dudó entre afiliarse a los republicanos o los demócratas cuando pasó a la reserva) y el único que cree en la necesidad de mantener una cooperación más o menos fluida con los aliados de Estados Unidos y con las instituciones multilaterales, especialmente la ONU. En lo que respecta a Irak, es la voz disonante. Estos días apenas habla en público, pero sus colaboradores emiten el mensaje de que no se resigna a aceptar el unilateralismo que propugnan Cheney y Rumsfeld. Lo cual genera una visible cacofonía. Cheney y Rumsfeld, con el respaldo intelectual de Wolfowitz y Perle, piden ataque inmediato. Powell pide paciencia. Está solo en el Gobierno, pero es fuerte: su índice de popularidad se mantiene en el 78%, muy por encima de los de Cheney (49%) y Rumsfeld (51%) y del propio Bush.

'Las divergencias no son tan grandes', matiza Marc Grossman, subsecretario de Estado para Asuntos Políticos y uno de los hombres de confianza de Colin Powell. 'El presidente Bush ha formulado claramente su idea: el mundo estaría mejor sin Sadam Husein. Y en eso estamos de acuerdo todos, incluyendo nuestros aliados europeos. Lo que existe es un debate internacional sobre qué conviene hacer con el régimen iraquí, y ese debate se desarrolla también dentro del Gobierno de Estados Unidos, a veces de forma pública. Es natural, no somos un Politburó', argumenta Grossman.

El debate público no es, sin embargo, una de las especialidades del Gobierno de Bush. Tiende, por el contrario, al secretismo. El vicepresidente Cheney, que se reunió varias veces con los directivos de Enron antes de formular el plan energético presentado la primavera de 2001, se niega en redondo a entregar al Congreso el temario de las conversaciones. Cuando el Congreso emitió una orden ejecutiva, en mayo, Cheney apeló al Supremo.

Quienes defienden políticas no convencionales, sea en materia de política exterior, defensa o interior, disponen de una cierta ventaja ante Bush. El presidente, como Reagan, se define a sí mismo como un hombre de 'perspectiva amplia' y 'grandes ideas'. Las formulaciones originales, por descabelladas que parezcan, le atraen tanto como a Reagan, que se enamoró de la teoría conocida como curva de Laffer, según la cual cuanto más bajaran los impuestos, más subirían los ingresos fiscales. Eso que George Bush padre definió despectivamente como 'economía vudú', se aplicó y no funcionó nunca. Bush actúa de forma parecida. Cree aún en la curva de Laffer. Y recela del 'inmovilismo' y la 'burocracia' que, en su opinión, dominan Washington.

Un ejemplo de su 'pensar a lo grande' es su visión de la reforma militar. Desde febrero de 2001, cuando se incorporó al Departamento de Defensa, Rumsfeld trata de transformar las fuerzas armadas para hacerlas más ágiles, eliminando tanques y artillería pesada, y aumentando el número de aviones teledirigidos, helicópteros y unidades de operaciones especiales. Pero la inercia del Pentágono, el Congreso y las empresas con contratos firmados ha demostrado ser muy fuerte. ¿Solución? Guerra. Los ejércitos cambian a gran velocidad en el campo de batalla. Una de las ventajas que, según Bush y Rumsfeld, aportará la guerra contra el terrorismo (en el que se incluye a organizaciones y países soberanos) es la modernización del aparato militar.

George W. Bush, durante una reunión con sus principales colaboradores celebrada el 2 de octubre de 2001.
George W. Bush, durante una reunión con sus principales colaboradores celebrada el 2 de octubre de 2001.ASSOCIATED PRESS

La mujer que habla por Bush

El vicepresidente Dick Cheney ya era muy poderoso antes del 11-S, y los atentados le han reforzado. Es el sucesor de George W. Bush en caso de muerte o incapacidad del presidente, y la posibilidad de un magnicidio se tiene muy en cuenta desde el pasado septiembre. De ahí sus largas temporadas en 'lugar seguro', alejado de las comparecencias públicas. Su índice de popularidad es el más bajo entre los principales colaboradores de Bush. Pero su poder es de lo más alto. Dick Cheney no es sólo el gestor de la Casa Blanca, sino que dispone de una gran influencia personal sobre George W. Bush, hasta el punto de que sus opiniones suelen considerarse las del presidente. Pero Bush no habla a través de Cheney, ni siquiera a través de su portavoz, Ari Fleischer. La voz de Bush es la de Condoleezza Rice, la persona que más tiempo pasa con él, como asesora de seguridad nacional en días laborales y como amiga en fines de semana y vacaciones. Bush y Rice, por ejemplo, suelen ver juntos fútbol americano por televisión. Rice conoce, además, todas las flaquezas intelectuales del presidente, ya que se encargó de instruirle, durante la campaña electoral, en los rudimentos de la administración federal y la política exterior. Condoleezza Rice es, por otra parte, candidata a un ascenso. En Washington se especula desde hace meses con la posibilidad de que Cheney no repita candidatura a la vicepresidencia en 2004, debido a sus problemas cardiacos. El propio Cheney ha dicho en público que quiere seguir, pero la decisión corresponde a George W. Bush. Y la opción de Rice resulta muy atractiva: la presencia de una mujer negra como vicepresidenta en el 'billete electoral' atraería votos femeninos y negros y podría asegurar la reelección.

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