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LA SITUACIÓN EN EL PAÍS VASCO
Columna
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Legalidad

Enrique Gil Calvo

A diferencia de otros veranos anteriores, cuyas agendas políticas estaban determinadas por las iniciativas del MLNV -pacto de Lizarra, guerra de las banderas, etcétera-, este verano ha estado marcado por la doble persecución legal de Batasuna -suspensión cautelar dictada por la Audiencia Nacional y solicitud de ilegalización aprobada por la mayoría absoluta del Congreso- legítimamente emprendida por las instituciones españolas contra el brazo político de ETA. Lo cual ha significado ante todo la recuperación de la iniciativa política por parte de aquellas fuerzas -Gobierno y oposición, PP y PSOE- que han apostado todas sus bazas por forzar una definitiva solución judicial a la cuestión vasca, con exclusión de cualquier vía de diálogo político con la criminal extorsión de los terroristas.

Aunque minoritarios, hemos sido bastantes los que hemos formulado alguna clase de reservas sobre la conveniencia de ilegalizar o no Batasuna. Semejantes objeciones eran tanto de oportunidad -pues la ilegalización amenaza con dificultar el desarrollo futuro del proceso de pacificación y reconciliación- como de principios -pues toda exclusión de una parte de la representación popular implica una degradación de la calidad de nuestra democracia-. Pero tales reservas críticas sólo tenían sentido antes de que la ley de exclusión fuera aprobada. Pues una vez que ha pasado a formar parte de nuestro ordenamiento legal, resulta absurdo criticarla, y sólo queda aplicarla. Justo lo mismo que hace el juez instructor Garzón, con sus imputaciones de culpabilidad. Y aquí no importa que luego los tribunales verifiquen o no la calidad probatoria de la imputación, pues en caso negativo siempre se puede volver de nuevo a la carga.

En todo caso, las leyes están para ser cumplidas, si queremos que reine entre nosotros el imperio de la ley y el principio de legalidad, que es el gran invento -el Estado democrático de derecho- que los europeos hemos aportado a la progresiva civilización del planeta. Así que, a partir de ahora, después de aprobada la ley que permite excluir a los partidos que cooperan con el terrorismo, sobran las críticas, y sólo queda ser consecuente cumpliendo el procedimiento previsto por la ley. Es lo que ha hecho el Congreso de los Diputados, al solicitar la ilegalización de Batasuna. Y es lo que ha hecho el Gobierno vasco, al ejecutar el auto de su suspensión judicial.

Pero si ya no cabe discutir la nueva legalidad, quizá convenga medir sus consecuencias futuras. La democracia española ha cruzado este verano su Rubicón, dictando un alea jacta est del que resulta imposible retractarse ya. Aprobar la ley de ilegalización, que obliga a tener que aplicarla hasta el final, ha significado quemar las naves poniendo en marcha un ineluctable mecanismo sin retorno cuyo futuro recorrido no sabemos hacia dónde nos conducirá. ¿Se realimentará la espiral del odio, agudizando la división fratricida de la sociedad vasca? ¿O se impondrá por el contrario una nueva cultura del respeto a la legalidad, poniendo fin al imperio de la impunidad?

Como se sabe, los terroristas con sus acciones escénicas no sólo buscan desmoralizar e intimidar sino algo más, que es ganar la guerra psicológica imponiendo su sesgada definición de la realidad. Y su mensaje retórico es muy simple: matamos porque la injusticia del enemigo nos da derecho a ello. Por eso les respetan todos aquellos -educados en la tradición del nacionalismo vasco- predispuestos a creer en la injusticia española, y dispuestos por ello a disculpar los crímenes de ETA. Para desarmar tan perverso mensaje resulta inútil insistir en la justicia de la causa española, y puede ser más eficaz subrayar que los crímenes son siempre injustificables, debiendo ser perseguidos de oficio. Por eso la ilegalización de Batasuna podría tener una consecuencia imprevista positiva, como es la de ejercitar al PNV en el estricto cumplimento de la legalidad, si se ve obligado a imponer el imperio de la ley contra el nacionalismo radical.

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