Entre el placer y la necesidad
Como dicen nuestros abuelos, lo primero es la salud. Y para gozar de una salud en condiciones, el secreto es alimentarse de manera equilibrada. La salud de un organismo y su capacidad para automantenerse dependen directamente de la nutrición. Lo que comemos es un factor importante en enfermedades crónicas como la diabetes, la aterosclerosis y ciertos tipos de cáncer. Pero la alimentación es también cultura y fuente de placer, como puso de manifiesto Brillat-Sevarin en su elegante Fisiología del gusto (1825), lo que dificulta su control racional incluso cuando se conoce el efecto dañino de algunos alimentos.
La nutrición es, sencillamente, la solución de un problema energético y estructural, el resultado de la necesidad de adquirir energía y componentes para mantener nuestra organización corporal. Pero su implicación en la evolución cultural humana ha hecho que las ramificaciones sociales de la nutrición se extiendan a la práctica deportiva, los cultos religiosos, la política sanitaria y un largo etcétera.
La comida proporciona la energía para que el organismo funcione y las moléculas que permiten su construcción, mantenimiento y reparación
Un complejo entramado hormonal controlado por el cerebro regula el apetito y la saciedad. Su estudio ha revolucionado la manera de entender la obesidad
El concepto moderno de nutrición fue establecido por Lavoisier a mediados del siglo XVIII. El padre de la química moderna demostró que la alimentación en los animales respondía a un problema energético en donde el oxígeno necesario para la combustión lo proporciona la respiración y la materia que emite el calor, los alimentos. Al respirar, se queman las moléculas que se han ingerido con el alimento, por lo que es necesario reponerlas. En caso contrario, el cuerpo comienza a quemarse a sí mismo. Sin alimentos, un organismo muere igual que un coche sin gasolina.
Pero además de proporcionar la energía necesaria, los alimentos deben aportar unas cincuenta moléculas necesarias para la reparación, mantenimiento y construcción del cuerpo humano. La chuleta, el pescado, la tortilla o la paella, todos los alimentos y todos los organismos están formados únicamente por variaciones de tres clases de moléculas, acompañadas de un puñado de elementos químicos.
Azúcares, grasas y proteínas
El carbono, junto con el oxígeno y el nitrógeno, forma el esqueleto de las moléculas fundamentales de la vida: los azúcares, las grasas y las proteínas. Los tres tipos de moléculas pueden utilizarse como fuente de energía, aunque son azúcares y grasas los que proporcionan el 90% de las calorías necesarias en una dieta normal. Estos tres tipos de moléculas, además, constituyen el soporte físico del cuerpo y se encuentran implicados en todo tipo de actividades fisiológicas.
Los azúcares o glúcidos son determinantes como fuente de energía a corto y medio plazo para los procesos celulares. El hígado acumula una gran cantidad de energía en un polímero de azúcar denominado glucógeno, cuyo equivalente en plantas es el almidón. El glucógeno se fragmenta dentro del hígado en moléculas de glucosa, que se vierten a la sangre para cumplir las demandas energéticas inmediatas de un organismo. Los azúcares también desempeñan funciones importantes en procesos biológicos como la adhesión celular (para el correcto desarrollo de un embrión) o el reconocimiento inmunológico. Además, forman parte de los ácidos nucleicos y son capaces de asociarse a las proteínas en compuestos denominados glicoproteínas, de gran importancia biológica. Más del 50% del carbono orgánico de nuestro planeta se halla en la celulosa de las plantas, compuesta por miles de cadenas de glucosa.
Los lípidos o grasas son moléculas de un gran poder energético. A diferencia de los azúcares, actúan como depósitos de energía a medio y largo plazo. Algunas grasas, como los esteroides, actúan como hormonas y transmiten señales que determinan cambios fisiológicos en el organismo. También son importantes para el transporte de hormonas a través de la sangre.
Los lípidos se utilizan como aislantes en diferentes situaciones: acumulándose bajo la piel, proporcionando capas de aislamiento y protección contra el frío o formando la mielina, sustancia que recubre muchas de las neuronas del organismo para la correcta transmisión de la corriente eléctrica. Finalmente, una función primordial de las grasas es organizar membranas capaces de aislar el interior de una célula del medio externo.
El tercer grupo de componentes fundamentales es el de las proteínas. Están formadas por diferentes combinaciones de 20 moléculas denominadas aminoácidos (22, según investigaciones recientes), que son capaces de proporcionar una inmensa variedad estructural y de llevar a cabo un formidable número de funciones muy específicas. Estas funciones dependen no sólo de las propiedades de los aminoácidos que las conforman, sino también de sus complejas estructuras tridimensionales.
Gracias a esa variedad y complejidad tridimensional, las proteínas pueden actuar de soporte estructural de una célula (microtúbulos del citoesqueleto), proporcionar las propiedades contráctiles en las células musculares (actina y miosina), facilitar las reacciones químicas dentro de las células (enzimas) o distribuir el oxígeno a todas las partes del cuerpo (hemoglobina).
En la alimentación diaria se precisa la ingesta de medio centenar de componentes esenciales: dos tipos de lípidos, ocho tipos de aminoácidos, trece vitaminas y unos veinte minerales. La dieta ideal debe mezclar los alimentos de modo que estén presentes todos estos componentes en cantidades adecuadas. El único alimento que cumple estos requisitos es la leche materna, pero no resulta difícil hacer una combinación que logre ese equilibrio y aporte además la energía necesaria.
La epidemia de la obesidad
Dado el carácter fundamental que tiene la nutrición para la vida, a lo largo de la evolución, los animales han desarrollado un complejo sistema de regulación hormonal que actúa sobre el cerebro para regular el apetito y la saciedad a corto, medio y largo plazo. Los avances en el conocimiento de este entramado hormonal están suponiendo una revolución en la manera de entender la dinámica de la obesidad. Entre las sustancias que actúan a largo plazo se encuentra la leptina, segregada por los tejidos grasos.
El tejido adiposo siempre se retrata como algo inerte cuya única función es la de almacenar grasas. Sin embargo, el descubrimiento de la leptina y su función reguladora del apetito ha demostrado que no es así. La acción de la leptina es doble. Por un lado es capaz de hacer que la grasa depositada en el músculo se degrade y no se acumule, impidiendo su efecto dañino en estas células. Por otro, envía mensajes al cerebro indicándole el estado nutricional del organismo.
Pero el entramado hormonal que regula el apetito no siempre es capaz de mantener el peso ideal de la persona, sobre todo cuando la ingestión de alimentos es excesiva y desequilibrada. La abundancia de comida, un fenómeno que no se ha generalizado en los países desarrollados hasta la segunda mitad del siglo pasado, ha propiciado una verdadera epidemia de obesidad, con cientos de millones de personas afectadas. Los hábitos alimenticios y la falta de ejercicio físico han jugado un papel importante en la extensión de esa epidemia, aunque también se ha de tener en cuenta que existen factores genéticos que hacen a una persona más o menos propensa a engordar.
La complexión corporal y el peso, al igual que la estatura, se manifiestan en cada individuo dentro de un rango de oscilación predeterminado genéticamente. Una persona, a lo largo de su vida adulta, oscilará dentro de ese rango a menos que se vea sometida a dietas de valores energéticos muy inferiores o muy superiores a lo normal, que oscila alrededor de las 2.700 kilocalorías para el hombre y las 2.000 para la mujer. Al ingerir más energía de la necesaria, ésta se almacena en forma de grasa, que se sitúa en partes del cuerpo incorrectas. La obesidad favorece, entre otras dolencias, la diabetes de tipo II, las enfermedades coronarias y algunas formas de cáncer, además de producir complicaciones respiratorias y artritis.
Reparto desigual
Nuestro planeta alberga en estos momentos a más de 6.200 millones de habitantes y se prevé que la cifra siga aumentando durante buena parte de este siglo. Muchos de ellos son víctimas de la desnutrición porque no pueden comer lo suficiente. El problema fundamental del hambre en el mundo no es la falta de producción, sino el reparto, la gran desproporción para acceder a los alimentos que existe entre los países en vías de desarrollo y los países desarrollados.
Corregir ese desequilibrio es el gran desafío social y humano del siglo XXI. Pero también hay un desafío biológico: corregir los excesos perpetrados por la denominada revolución verde, que ha usado de manera indiscriminada pesticidas y fertilizantes que acompañaban al empleo de semillas mejoradas. El problema ambiental que esto supone para los países pobres se suma a su dependencia de las multinacionales que controlan los productos necesarios para las cosechas de alta productividad.
La segunda revolución verde nos está esperando y deberá basarse en los avances en biotecnología y en tecnología agrónoma, que, ineludiblemente, deberán adecuarse a las necesidades de un crecimiento respetuoso con el patrimonio ecológico del planeta para llegar al justo reparto de los recursos alimenticios.
Muchos genes para los olores y los sabores
LOS SENTIDOS del gusto y del olfato nos ayudan a escoger los alimentos. El primero detecta compuestos químicos disueltos, mientras que el segundo se encarga de los que viajan por el aire. Su funcionamiento es similar a otros sentidos: unas neuronas especializadas extienden una prolongación a la zona sensitiva (la lengua o el interior de la nariz) y otra prolongación a las áreas cerebrales que procesan la información. En la membrana de la prolongación situada en las zonas sensitivas se localizan unos receptores capaces de detectar la presencia de compuestos químicos específicos. La rata o el ratón poseen por encima de 1.000 genes diferentes para los receptores del olor, el grupo más numeroso de su genoma, en torno al 1% del total. Los humanos poseemos unos 500 genes para estos receptores de olores, pero entre el 30% y el 50%, según el individuo, son seudogenes: trozos incompletos de genes que se han conservado pero que no codifican proteínas funcionales. Sobre el sentido del gusto, hace tiempo que se conoce a los responsables de reconocer dos de los sabores básicos, el salado y el agrio (ácido), pero los receptores para los otros tres sabores -amargo, dulce y umami (glutamato)- han sido un misterio hasta hace dos años. Ahora se sabe que estos últimos tienen una estructura similar a los receptores de los olores y el número de genes implicados también es alto: se han identificado 80 responsables del sabor amargo.
Pasar hambre alarga la vida de los animales
ES BIEN SABIDO que la mejora en las condiciones higiénicas y de alimentación, así como los avances de la medicina moderna, han conseguido que la esperanza de vida de las personas aumente de forma progresiva desde hace varios siglos: de los escasos 20 años en la antigua Grecia se ha pasado a los casi 80 del mundo industrializado actual. Pero la esperanza de vida es algo bien distinto de la longevidad, que es lo máximo que puede llegar a vivir una persona que no sufra enfermedades y se muera de vieja. En la especie humana, la longevidad se sitúa en torno a los 95 años, una cifra que probablemente no ha cambiado desde hace milenios. Sólo una estrategia ha demostrado hasta ahora que es capaz de alargar la longevidad en animales de laboratorio: el ayuno continuado. En todos los animales estudiados, desde moscas hasta primates, se ha comprobado que disminuir la comida en al menos un 30% durante toda la vida hace que estos animales vivan más y sufran menos enfermedades. Puesto que es poco probable que las personas toleraran pasar hambre durante todo el día, todos los días de su (ahora más) larga vida, la búsqueda de una píldora mágica se ha encaminado hacia alguna sustancia que permita ayunar sin pasar hambre. La primera candidata, la 2-deoxiglucosa, aunque ha demostrado su eficacia en animales de laboratorio, se ha caído de la lista al ser demasiado tóxica para utilizarse en humanos.
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