El reto de Johanesburgo
El autor liga la defensa de los recursos naturales con la reducción de la pobreza.
En marzo pasado, en el marco de la cumbre de la Organización de las Naciones Unidas celebrada en Monterrey, se exhortó a los países pobres a comprometerse a mejorar sus políticas y sus prácticas de gobierno, a cambio de las promesas de los países ricos de incrementar su ayuda y abrir sus mercados. La Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Sostenible que tendrá lugar en Johanesburgo la semana próxima ofrece una oportunidad de pasar de las palabras a los hechos.
¿Qué debe esperar el mundo del encuentro de Johanesburgo? Quizá la mejor forma de responder a esta pregunta sea mirar hacia adelante e imaginar la clase de mundo que queremos, no sólo ahora, sino para nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. ¿Vamos a dejarles el legado de un mundo más pobre, con más personas hambrientas, un clima errático, menos bosques, menos biodiversidad y más inestabilidad social que el mundo de hoy?
Pesa la amenaza de extinción sobre la cuarta parte de los mamíferos y el 12% de las aves
Según el nuevo Informe sobre el desarrollo mundial 2003 elaborado por el Banco Mundial, en los próximos 50 años la población del planeta podría expandirse en un 50%, hasta alcanzar la cifra de 9.000 millones de personas, y el producto interno bruto mundial podría cuadruplicarse y llegar a 140 billones de dólares.
Dadas las tendencias actuales de producción y consumo, si no diseñamos mejores políticas e instituciones, las tensiones sociales y ambientales amenazan con desviar de su curso las iniciativas en favor del desarrollo y deteriorar el nivel de vida de la mayoría de la gente.
Las políticas de desarrollo tendrán que estar aún más orientadas a proteger nuestros bosques, nuestros mares y nuestra fauna -y a mejorar su productividad- si queremos que los pobres puedan cerrar la brecha de desigualdad que se ha abierto en los últimos 50 años. Políticas desacertadas y una gestión pública deficiente han contribuido a los desastres ambientales, a la creciente desigualdad de ingresos y a las revueltas sociales en algunos países, lo que a menudo ha dado lugar a profundas carencias, desórdenes y oleadas de refugiados que huyen del hambre o de las guerras civiles.
Si seguimos por el camino que llevamos, las señales no parecen muy alentadoras. En el año 2050, la producción mundial de dióxido de carbono se habrá triplicado, en tanto que nueve mil millones de personas -3.000 millones más que ahora, la mayoría en países en desarrollo- necesitarán del agua del planeta, lo que inevitablemente pondrá mayor tensión en nuestros recursos acuáticos, ya al límite de su capacidad. Mientras tanto, con una necesidad de alimentos más que duplicada, el panorama se presenta sombrío para regiones como África, cuya producción alimentaria crece actualmente a un ritmo más lento que la población. Todo ello en un mundo en el que ya pesa la amenaza de extinción sobre el 12% de las especies de aves y sobre la cuarta parte de las especies de mamíferos.
Alrededor del mundo, 1.300 millones de personas viven ya en tierras frágiles -zonas áridas, humedales y bosques- que no pueden sustentarlas. En 2050, por primera vez en la historia, habrá más gente viviendo en las ciudades que en las zonas rurales. Sin una mejor planificación, las tensiones ocasionadas por la inmigración y por los cambios de población en todo el mundo podrían generar nuevas revueltas sociales y una desesperada competencia por recursos ya escasos.
Sin embargo, estas tendencias presentan también algunas oportunidades, si los líderes y los responsables de las políticas mundiales que se reunirán en Johanesburgo tienen el valor de comprometerse a adoptar medidas firmes en los próximos 10 a 15 años, y mantienen su compromiso. La mayor parte del capital e infraestructura -viviendas, establecimientos comerciales, fábricas, carreteras, servicios de suministro eléctrico y de agua- que necesitará esta creciente población en los próximos decenios no existe todavía. Si mejoramos las normas, aumentamos la eficiencia y desarrollamos medios de toma de decisiones más participativos podremos construir este patrimonio con menores tensiones sobre la sociedad y el medio ambiente. De la misma manera, conforme disminuya el ritmo de crecimiento de la población, el crecimiento económico se traducirá más directamente en una reducción de la pobreza y en mayores ingresos per cápita; eso, si el desarrollo de los próximos decenios se conduce de manera que no se destruyan los recursos naturales sobre los que se sostiene el crecimiento ni se erosionen valores sociales fundamentales como la confianza.
Debemos luchar por alcanzar los objetivos de desarrollo del milenio, que trazan un mundo en el que la pobreza se habrá reducido a la mitad para 2015, y con ello sentaremos las bases para un círculo virtuoso de crecimiento y desarrollo humano en las naciones pobres del mundo.
Si el ingreso per cápita en el mundo en desarrollo creciera un promedio del 3,3% por año, en 2050 llegaría a 6.300 dólares anuales, casi un tercio más que en los países de ingreso mediano alto actualmente. Sin embargo, ese crecimiento es considerado ya como un objetivo modesto por algunos líderes del mundo en desarrollo. En los dos últimos decenios hemos visto crecer muchos países de Asia oriental a una media anual de casi el doble de la anterior.
¿Qué repercusiones puede tener esto sobre el común de la gente? Sus necesidades humanas básicas de cobijo, alimentos y ropa podrían ser cómodamente satisfechas. La esperanza de vida aumentaría hasta los 72 años en los países pobres, frente a una edad promedio actual de 58 años en las naciones con el ingreso más bajo. El número de niños que mueren antes de cumplir los cinco años bajaría espectacularmente, y el número de personas que saben leer y escribir aumentaría hasta cerca del 95%.
Por supuesto, este notable crecimiento económico representaría enormes riesgos potenciales para el medio ambiente natural, riesgos que alcanzan un grado máximo en los países en desarrollo. Puesto que las naciones ricas son los mayores consumidores de nuestros recursos comunes, tienen la especial responsabilidad de ayudar al mundo en desarrollo a hacer frente a estos riesgos.
Todos debemos juntos proteger nuestros bosques y mares de la sobreexplotación. Debemos detener la degradación del suelo y garantizar el uso eficiente de nuestros recursos hídricos. Debemos proteger los ecosistemas y su diversidad biológica, pues son el sostén de todos los bienes y servicios esenciales para nuestras sociedades. Debemos limitar las emisiones de las fábricas, los automóviles y los hogares. Esa es la razón por la que el logro de un desarrollo sostenible representa un desafío de carácter local, nacional y mundial.
Los países en desarrollo tienen que fomentar la democracia, la integración y la transparencia al tiempo que construyen las instituciones necesarias para gestionar sus recursos. Los países ricos deben aumentar su ayuda, apoyar la reducción de la deuda externa, abrir sus mercados a los exportadores de los países en desarrollo y ayudar a transferir las tecnologías necesarias para prevenir las enfermedades y, especialmente, para aumentar el uso eficiente de la energía y reforzar la productividad agraria.
La sociedad civil por su parte puede dar voz a intereses dispersos y ofrecer una supervisión independiente de la actuación de los sectores público y privado y de las entidades no gubernamentales. Un sector privado con responsabilidad social, apoyado por un buen gobierno, debería poder generar incentivos para que las empresas pudieran compatibilizar la defensa de sus intereses con el progreso hacia los objetivos sociales y ambientales. Por su parte, la comunidad internacional debe trabajar unida en aspectos de interés mundial, como el cambio climático y la biodiversidad.
Si salvaguardamos prudentemente nuestros recursos vitales, entre los que es fundamental el medio ambiente y la estabilidad social, alcanzaremos las tasas de crecimiento esenciales para reducir la pobreza de forma duradera. Sería irresponsable de nuestra parte alcanzar los objetivos de desarrollo del milenio en 2015 sólo para tener que enfrentarnos a ciudades caóticas, recursos hídricos menguantes, un aumento de las emisiones y aún menos tierras cultivables para sustentarnos.
James D. Wolfensohn es presidente del Banco Mundial.
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