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Columna
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Muerte por mestizaje

En 1982 no se sabía de la globalización. En vez de lo global, lo local. Lo ganado por lo perdido. Del mismo modo que la universalización reduce las cartas de los menús y el cancionero popular, también lima los idiomas. Mientras nos acercamos dichosamente hacia ese inglés macarrónico que sustituirá al latín como nueva lengua de la cristiandad (no se crean, el castellano no anda mucho mejor; es sólo cuestión de tiempo), los catalanes hemos podido disfrutar en estos 20 años de mass media de un fenómeno rarísimo: la muerte en directo de un idioma. Cierto, mueren a millares todos los años, pero son como las especies exóticas: idiomas escondidos en regiones inhóspitas, extinguidos por inanición en cuanto expiran los cuatro viejos desdentados que les quedaban.

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La muerte del catalán es más apasionante porque la mayoría de sus hablantes están todavía vivos
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DEL CATALÁN AL 'CATANYOL'

No, la muerte del catalán es mucho más apasionante porque la mayoría de sus hablantes, por llamarles de alguna manera, todavía están vivos. En el mundo occidental teníamos los precedentes más o menos próximos del gaélico y el gallego, dos lenguas con respiración asistida, e incluso, retrocediendo un siglo, del provenzal (el vasco, como todo lo euskaldun, es otra historia). Pero nunca hasta ahora habíamos presenciado la desaparición de una lengua en la Europa moderna, civilizada y culta. Cataluña, motor de Europa, se pone una vez más a la cabeza en cuanto a innovación y progreso.

Prats, Rossich y Rafanell, tres filólogos de los de verdad, lo anunciaron precisamente hace 15 años y la catalanidad toda, esa que aprendemos por la televisión, les saltó a la yugular: ¡Cataluña es una unidad de destino en lo lingüístico! Mentira; los catalanes hemos renunciado a la lengua y ahí nos tienes, tan panchos.

Alguien acuñó por aquel entonces el simpático término de catanyol para designar el mejunje que ara es parla. Es simpático pero algo incierto (la contaminación que ha ahogado el idioma no proviene sólo del español, aunque sí mayoritariamente), y sobre todo transitorio; no valdrá más que para un par de generaciones, lo que durará la agonía. En la Cataluña rural, si se me apura, para tres, y ni eso: el peso de la Corporació Catalana de Ràdio i Televisió, verdadera fuerza de choque del catanyol, es allí incluso más contundente que en la capital. Pueden hacer la prueba: siéntense ante un Telenotícies silbato en mano y silben cada vez que un hablante (locutores, corresponsales, entrevistados, anónimos ciudadanos) introduzca algún elemento no genuino en el discurso. Les aseguro que el concierto de pito les impedirá seguir el noticiario (si los reporteros de los informativos de TVE o de Antena 3 hablasen tan mal el español como los de TV-3 o Catalunya Ràdio el catalán, no durarían ni una semana en el puesto).

Que ningún escandalizable se escandalice por lo de la genuinicidad. En filología, que no es un arma de combate sino una ciencia, el término genuino no tiene la menor connotación ideológica: sirve para distinguir lo que es propio de lo que no lo es. Un ejemplo: feina y treball son dos términos propios, por tanto genuinos, del catalán, pero las expresiones vinc del treball o tens molt treball? no lo son, mientras que vinc de la feina o que tens gaire feina?, sí. Otro, vamos: las palabras aquí y son perfectamente propias del catalán, pero la expresión aquí té acompañando la entrega de la barra de pan no se había oído nunca hasta hace poquísimos años, mientras que la genuina si servit/da nos parece ya antediluviana. De donde se deduce que los barbarismos, el gran enemigo hace 20 años (corregimos el busón y casi el barco, pero hemos incorporado otros miles: litrona, tumbona, exitós, xocolata a la tassa...), son los que menos culpa tienen: no, si las constantes vitales del catalán están en fase de asfixia es por culpa de fenómenos gramaticalmente mucho más graves: la sobredosis de posesivos (retiri el seu ticket, el va fer caure amb la seva cama dreta); el exterminio de pronombres febles (no he estat mai, tens motius per dir això?; no, no tinc, o la variante no, no els tinc); la pérdida de la apostrofación o asimilación vocálica (el avi, el aigua, una garrafa de oli, tinc quinze anys en vez de tinc quinzanys; fa mitja hora en lugar de fa mitjora...); la aniquilación de la vocal neutra (pero no ta tinc dit ca ta callis?); la confusión de géneros (el xocolata, la conta); e incluso una novedad tan reciente como la ausencia de artículo ante el nombre propio en literatura (va cridar Mariona perquè parlés amb Toni). La lista, no se puede negar, es pesada y fatigosa, tanto como asistir a esos últimos estertores de un moribundo que se resiste a palmarla de una vez por todas.

El discurso público, propagador a través de los medios de comunicación de las virtudes del mestizaje (eso que en lingüística se llama poti-poti), asegura sonriente que nada de esto es cierto y que el catalán sólo se está adaptando a los tiempos, y pone como ejemplo a una industria editorial rica y floreciente. Dense un paseo por algún departamento (especialmente recomendable el de Presidencia) o comparen cifras de edición de libros con cifras reales de venta: comprobarán si es cierto o no y cuán bonito nos está quedando el cadáver.

O aún más fácil: háganse con un ejemplar de ese periódico que promueve el concurso veraniego de la palabra más bonita y lean dicha sección en algún lugar muy frecuentado. Se harán cargo de qué distancia sideral media entre la ensoñación colectiva en que vivimos (clasificación el día 1 de agosto de 2002: encisador, independència, Catalunya (!!), tendresa, caganiu, xiuxiueig, enganyall) y la realidad. Como dijo un anónimo partidario de lo mestizo: 'Això no té volta enrera'.

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