Euskadi en la distancia
Durante meses uno sueña con desconectar de lo cotidiano, con ese tiempo sin reloj y sin compromisos urgentes que cumplir. Por lo demás, se trata de un sentimiento bastante extendido entre todas las personas que tienen la suerte de tener un trabajo más o menos estable, que les espera como una amenaza a la vuelta de las vacaciones. Pero aquí, en nuestro pequeño país, la desconexión tiene otros alicientes. No se trata ya sólo de romper con la rutina, de cambiar de paisaje, de alterar el ritmo de lo habitual, de ver nuevos rostros o descubrir otros horizontes. Para muchos de nosotros desconectar es también olvidarnos siquiera por unos días del asfixiante panorama político en el que inevitablemente nos vemos sumidos durante el resto del año, de la irracional violencia que algunos fanáticos nos imponen y, por qué no reconocerlo, del sufrimiento de tantas gentes marcadas para siempre por la misma, que nos abruma impotentes día a día. Desde lejos todo ello se ve como una pesadilla a la que irremediablemente estamos condenados a volver. En la distancia, nuestro pequeño país se vuelve si cabe más inhóspito, más incomprensible, más absurdo.
Y así, uno trata de disfrutar de la lejanía cuando de pronto alguien te lanza el mensaje: han asesinado a una niña y a un hombre en Alicante. Te lo dicen como pidiendo perdón por informarte, mientras curiosamente eres tú quien siente ganas de pedir perdón como vasco por el hecho de que otros vascos hayan ido hasta el Mediterráneo a destrozar las vidas de gentes inocentes que nada saben de nuestras miserias y nuestras locuras, ganas de disculparte porque haya vascos cuya profesión es exportar el terror, como quien exporta pescado o máquina herramienta. Como siempre que un atentado de ETA te coge lejos de Euskadi, un sentimiento de vergüenza se suma al de la rabia y la indignación que surgen tras cada salvajada de nuestros particulares salvapatrias.
Uno quisiera en esos momentos pasar desapercibido, amparado en el anonimato proporcionado por el nuevo sistema de matriculación de los coches, pese la oposición al mismo que llevaron a cabo algunos de nuestros representantes, por cierto sin demasiado eco en una ciudadanía mucho más pragmática. Pero, una vez más, uno descubre la bondad de las gentes que, lejos de reprocharte nada, te preguntan por tu sufrido país, te interrogan sobre el porqué de tanta sin razón, y te acaban repitiendo eso de que los vascos siempre han gozado de fama de buenas personas, respetadas y queridas, como dándote a entender que ese crédito se va deteriorando a golpe de bombas y asesinatos, pero también de declaraciones ásperas e insensibles de algunos líderes políticos, amplificadas muchas veces de forma interesada por algunos medios de comunicación.
Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que el nacionalismo vasco tenía interiorizado que el logro de sus reivindicaciones dependía en no poca medida de la simpatía o, cuanto menos, la comprensión que las mismas despertaran en otros lugares. Hoy, sin embargo, da la impresión de que, obsesionado como está en ganarse al electorado de Batasuna, el nacionalismo democrático es incapaz de tomar conciencia de hasta qué punto algunos de sus mensajes para consumo interno generan un abismo de incomprensión fuera de Euskadi de consecuencias incalculables a medio plazo. La idea latente en la confusamente llamada estrategia soberanista de que España no cuenta, de que todas las fuerzas políticas y sociales españolas representan más o menos lo mismo, y de que la única referencia importante es el juego de mayorías y minorías en el propio País Vasco -una relación por lo demás sumamente delicada tanto social como territorialmente-, ha contribuido por otra parte a alimentar en algunos sectores de la sociedad vasca un irresponsable sentido de despreocupación respecto a cómo nos ven o qué piensan de nosotros fuera de Euskadi.
Por todo ello, desde lejos nuestro pequeño país se ve, si cabe, con más tristeza y desasosiego. Y, también por ello, se hace cada año un poco más duro volver a la cotidianidad.
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