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Crónica:ATLAS LITERARIO DE ESPAÑA
Crónica
Texto informativo con interpretación

CON BAROJA EN EL RETIRO

Los domingos por la mañana, el parque madrileño se llena de magia. Pitonisas, rapsodas y mimos junto al estanque; volando sobre el templete de música, las notas de Chueca y Albéniz.

En Madrid, hacia 1950, Pío Baroja solía pasear por el Retiro a media mañana. Venía de su casa de la calle Ruiz de Alarcón, en ese barrio de los Jerónimos donde la primavera despunta tal como dejó escrito su vecino Juan Benet en apenas cinco líneas. Pero a Baroja, más que con la estación florida, se le asocia con el otoño -esa época en que el fauno reumático que ha leído a Kant escucha sollozar el violín de Verlaine-, y hay una foto suya pisando la alfombra de hojas del parque con las manos a la espalda, el abrigo largo, la boina y las botas que sus biógrafos le calzaron siempre, aunque pasase a la historia menuda por la anécdota de las zapatillas, que contó Ortega.

Esa foto, que quizá se debe a Alfonso, retrata a Baroja en el Paseo de Coches del Retiro. Para llegar a él desde la calle de Alfonso XII, por donde entraba Baroja, hay que atravesar casi todo el parque en línea recta, lo que lleva más tiempo que recordar sus antecedentes y usos: el Retiro empieza siendo una especie de adosado de los Jerónimos para los ejercicios espirituales del monarca, funciona luego como residencia regia cuando el Alcázar está en obras, y ya en los veranos de los siglos XVII y XVIII es el escaparate barroco de zarzuelas y naumaquias debidas a Lope y Calderón, entre otros.

El madrileño se siente ridículo si no puede escapar de su ciudad con las primeras subidas de la temperatura
El sueño de una noche de verano está aquí, en la influencia del Ángel Caído sobre el boscaje sombrío

Se montan estos entretenimientos para compensar a la Corte de su veraneo en la capital, porque desde el principio de los tiempos el madrileño se siente ridículo si no puede escapar de su ciudad con las primeras subidas de la temperatura. Pero ya en el XX, cuando hace un siglo que el parque dejó de pertenecer a los monarcas, estos jolgorios han perdido vitola. Lo registra el propio Baroja en su novela Las noches del Buen Retiro, donde unos aristócratas y sus satélites participan de unas veladas veraniegas mucho menos espectaculares que las organizadas por sus antepasados en este mismo sitio, sin que en ello influya la categoría social de los asistentes.

Siguiendo el recorrido de Baroja por el parque, el Retiro se divide en dos áreas diferentes: a la derecha del paseante, la franja selvática, misteriosa y quizá menos coqueta o más hirsuta de este recinto, que linda con el final de Menéndez Pelayo y la zona de Atocha; y a la izquierda, la de mejor pinta, aislada del exterior por una verja que corre la calle de Alfonso XII, remonta la plaza de la Independencia y prosigue por Alcalá.

A través de una avenida de parterres, Baroja llegaba a la mayor extensión de agua concedida a este jardín, una gran fosa que se planta en medio del secarral metafísico lo mismo que la gorra del titiritero a ver si con un poco de suerte la riegan las nubes. Este hondón albergaba peces tímidos en los años en que lo visitaba Baroja, pero hoy, que se somete a una necesaria limpieza de fondos, ni el más fatuo lo puebla con delfines. Tampoco se le piden gollerías a este estanque, su misión consiste en refrescar los ojos del transeúnte y divertir a los adolescentes en barca, dos metas como de andar por casa que no congenian con la actitud del rey Alfonso XII en la orilla, que parece instalado frente al mar de las Américas y con muchas ganas de cruzarlo a caballo.

Dada la altura que alcanza el pedestal del monarca, no es disparatado atribuirle delirios de grandeza. Pero si descabalgase, inmediatamente se le quitarían los humos al recorrer ese pasillo ferial que se extiende a lo largo de la ribera contraria a la que ocupa su estatua, donde una ingenua propensión al embeleso se apodera de familias, niños y adolescentes ante las varias tentaciones que se le proponen: desde la pitonisa al mimo estático, el rapsoda, el xilofonista de las czardas de Monti o los agarrados al son del bandoneón.

Pero donde la seducción se pone de largo es cerca de aquí, en el espacio comprendido entre la Fuente de los Galápagos y la Casa de Vacas. Ahí donde se forma la plaza del maestro Villa, en las mañanas de los domingos de buen tiempo, tiene lugar un concierto gratuito en el templete de la música. El fervor incondicional del público que rodea la orquesta sentado en sillas de madera, y la legendaria circunspección de la Banda Sinfónica Municipal de Madrid, encaramada al templete, coinciden en momentos bien pautados en una vehemencia indescriptible: durante esos segundos de confabulación armónica calla el universo, se atasca el planeta, y esta banda del Ayuntamiento sobrevuela el marco geográfico en que actúa para modular mejor que nadie la vieja aspiración de Madrid de cambiarse por otra ciudad, si acaso Viena.

No hay datos de que Baroja asistiera a los conciertos de la banda en el tiempo en que a su paisano Sorozábal le acusaban de haberla dirigido durante la República. Quizá algún domingo se detuvo por curiosidad o, disconforme de que no tocaran música italiana, siguió andando hasta el Paseo de Coches para que lo retratara Alfonso. Se acercaba así al límite del Retiro con las viviendas mesocráticas de la avenida de Menéndez Pelayo, una franja de terreno que albergó en su día Parque de Bomberos, Montaña de Gatos y hasta Casa de Fieras, y hoy parece reservada a los pobladores de esta zona. Por alguna de las puertas menudas que enlazan con las calles de Menorca, Ibiza o Sainz de Baranda, estos vecinos se plantan con sus hijos en el territorio destinado a juegos infantiles con un desenfado que proviene de un fin de siglo anterior, cuando niñeras y soldados, barquilleros, guardias y otros tantos personajes de la zarzuela chica acampaban en los Jardines de Recoletos. Es posible que la banda sinfónica, en su actuación dominical, contribuya a marcar con alguna partitura de Chueca ese desparpajo tan madrileño que proporciona una nostalgia decadente a este trozo del Retiro, esa nostalgia que impregna el Paseo de Coches desde su inicial recorrido encajonado y que cuando se abre al delta de los Jardines de Cecilio Rodríguez y la Rosaleda, anuncia su doble carácter de epílogo de un paisaje y antesala de otro.

Y es que ahí, al final del Paseo de Coches, empieza el apocalipsis: el caminante se adentra en terreno umbrío, poco vistoso, huraño, donde la alta arboleda se inclina al barrio del Niño Jesús como si fuera a despeñarse, y los palacios de Cristal y de Velázquez asoman en las entrañas de una suave pendiente de la que brota un surtidor que crea agua y patos. El sueño de una noche de verano está aquí, en la influencia de la estatua del Ángel Caído sobre el boscaje sombrío, el seto agreste, el río invisible que murmura entre los matorrales donde, deslumbrante en su intimidad sorprendida, una estudiante de cabellera larguísima ensaya en el contrabajo el Momento musical, de Schubert.

Por esta parte encomendada al diablo, Galdós queda medio tumbado en mármol, en las rotondas interiores se bailan muñeiras y sardanas, en la Chopera se hace deporte y cerca del pozo de ciencia del Observatorio Astronómico sale en procesión San Blas. Son muestras de la magnífica tolerancia arraigada en este hueco de la ciudad, extraña en un entorno tan desapacible. En este diplomático retiro, en efecto, conviven sin desavenencia el diablo y el buen dios, clásicos, rococós y románticos, aguas, músicas y céfiro, la ardilla que trepa por un tallo sin fin y la bandada que se despliega en batería para asaltar el cielo que Baroja, un escarmentado del sol inquisitorial, prefería entoldado.

Al salir a la cuesta de Claudio Moyano Baroja, después de guiarnos por el parque, se transforma en estatua. En su obra titulada Adiós a la bohemia, que Pablo Sorozábal convirtió en ópera, vibra como el acordeón de su tierra vasca en el atardecer festivo, una frase malévola que resume no ya la experiencia de un paseo por este parque, sino lo que antes se llamaba una concepción del mundo: 'Uno quisiera que las cosas unidas a sus recuerdos fueran eternas, pero nuestras vidas no tienen importancia para eso'.

Qué ver en el Retiro

- Exposiciones Casa de Vacas (914 09 58 19). Titanic. Exposición de fotos, maquetas y objetos recuperados del mítico trasatlántico. Hasta el 15 de septiembre, de 11.00 a 21.00. Precio: 6 euros; niños, 3 euros. Palacio de Velázquez (915 73 62 45). Edward Ruscha. Made in Los Ángeles. Más de 100 obras que resumen la evolución de este artista pop a lo largo de 40 años. Hasta el 30 de septiembre, de 11.00 a 20.00. Entrada libre. - Lugares de Interés El Estanque. Uno de los puntos preferidos por los madrileños para matar el tiempo: barcas de remos, titiriteros, músicos... Palacio de Cristal. Concebido como invernadero, hoy es sede de exposiciones temporales. El Ángel Caído, de Bellver, espléndida estatua del XIX. I. MERINO

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