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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Final de encierro

El encierro de inmigrantes sin papeles iniciado hace dos meses en la Universidad de Sevilla, en vísperas de la cumbre de la UE con que finalizó la presidencia española, concluyó con el desalojo policial. No había que ser adivino para prevenir ese desenlace. La mitad de los 500 inmigrantes que iniciaron el encierro lo abandonaron en el transcurso de los días y la regularización colectiva que pretendían quienes lo han seguido hasta el final era sencillamente inviable. Al menos, el desalojo policial ha sido pacífico: no ha habido una entrada a la brava de la policía en el recinto universitario, se actuó a instancias de la autoridad académica y los inmigrantes no opusieron resistencia alguna.

El problema planteado por el encierro de la Universidad de Sevilla ha sido resuelto, pero los problemas de quienes lo han protagonizado -sus posibilidades de regularización y su incierto futuro en España- siguen estando tan irresueltos como antes. Lo que demuestra, por si hiciera falta, que los encierros no son el mejor y más eficaz método para afrontar la situación de los inmigrantes y que, en consecuencia, no deben ser alentados. Hay que presumir de la buena fe de las organizaciones que los apoyan, pero sus resultados no suelen ser los deseables y, a veces, son contraproducentes. Aunque sólo sea por el rastro de frustración que dejan tras sí.

Sin embargo, quizás algunos problemas de los inmigrantes desalojados en Sevilla no sean ahora tan irresolubles como hace dos meses. Las iniciativas del Defensor del Pueblo andaluz, muy atento al encierro desde el primer momento, y el estudio pormenorizado de la situación concreta de cada inmigrante, han revelado que al menos una parte de ellos están en condiciones de poder ser regularizados. La pregunta es si podría haberse evitado el encierro de conocerse antes esas condiciones y haber actuado en consecuencia.

Del colectivo de inmigrantes encerrados, de origen magrebí y subsahariano, una mayoría eran antiguos trabajadores temporeros de la fresa en Huelva, sustituidos por inmigrantes polacos y rumanos contratados en origen. Podía haberse regularizado su situación, pues estaban incorporados al mercado laboral, aunque sólo fuera durante la campaña fresera, pero no se les ofreció esa oportunidad. ¿Habría que rasgarse las vestiduras porque estos inmigrantes sustituidos en su trabajo precario, pero que les daba opción de regularizarse, aprovecharan la cumbre de Sevilla para dar a conocer su situación? Más bien habría que escandalizarse de que, tras ser discriminados laboralmente, se les exhortara luego a que se marcharan a casa.

El Defensor del Pueblo andaluz ha pedido 'generosidad' al Gobierno en la aplicación de la Ley de Extranjería a los inmigrantes desalojados. El espíritu generoso con que se aplique una ley puede humanizarla. Pero la cuestión es que la Ley de Extranjería no está hecha precisamente para resolver situaciones como las de los inmigrantes encerrados en Sevilla, aunque sean antiguos temporeros de las campañas de la fresa onubense. Fuera de las tres vías sobre las que pivota el concepto de 'inmigración legal y ordenada' que propuso Aznar como objetivo de la ley -convenios bilaterales entre gobiernos, contratos de trabajo en origen y cupos anuales de mano de obra inmigrante- no hay salvación para el inmigrante afincado en España por sus propios medios. Muchos de los desalojados en Sevilla serán expulsados a sus países, otros tendrán seguramente opción de obtener papeles, pero, probablemente, algunos ni serán expulsados, por no saber a dónde, ni serán regularizados. Tendrán que vivir de la caridad o de la delincuencia. La Ley de Extranjería les ignora y las autoridades se desentienden de su suerte. Salvo que se juege con las palabras, una 'inmigración legal' que no contempla estas situaciones sólo con mucha benevolencia puede pasar por tal.

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