Un inquietante 'Don Giovanni' abre la nueva etapa en el Festival de Salzburgo
Excelente dirección musical de Nikolaus Harnoncourt y frío planteamiento teatral de Kusej
El traspaso de poderes entre Gérard Mortier (director artístico del Festival de Salzburgo durante la última década) y Peter Ruzicka (su sucesor) ha sido afable. No se han enredado en descalificaciones aunque sus criterios y estilos sean muy diferentes, e incluso han iniciado una línea de colaboración entre Salzburgo y París (donde recalará Mortier después de su paso por el Ruhr), cuyo primer fruto es una nueva ópera de Olga Neuwirtu y Elfriede Jelinek para 2006. Los fantasmas de Mortier pululaban, en cualquier caso, por Salzburgo el día de la inauguración del festival.
Salzburgo ha iniciado una nueva etapa. Y eso se nota. Las casas discográficas han vuelto a instalar, aunque tímidamente, sus tenderetes, y las publicaciones del festival tienen otro tipo de contenidos y de estética. Los artistas españoles que este año participan en el festival son: Plácido Domingo, José Carreras, Teresa Berganza y Manuel Lanza.
Ruzicka ha comenzado su periplo salzburgués con un compromiso mozartiano que desembocará en 2006, en que se cumplen los 250 años de su nacimiento, con la escenificación de sus 22 óperas. La inauguración con Don Giovanni ha sido un acierto, especialmente por razones musicales. La dirección de Nikolaus Harnoncourt fue, como se esperaba, reposada: una hora 42 minutos el primer acto; una hora 35 minutos el segundo, con momentos especialmente lentos como el dúo La ci darem la mano, que adquiría en su concepto una belleza extraña. Los pianísimos escalofriantes de los momentos en que los cantantes se enfrentaban a su propia existencia contrastaban con la tensión dramática exacerbada en escenas como la de la muerte del protagonista.
La Filarmónica de Viena sonó con ese estilo sobrio que el director berlinés impone a todas las orquestas que dirige, pero la dulzura inigualable de su sonido acababa por salir a flote. Brillante, profunda versión. El elenco vocal fue asimismo admirable en su conjunto, aunque a nivel individual la gran triunfadora de la noche fue la soprano rusa Anna Netrebko como Doña Ana, seguida a cierta distancia de Michael Schade como Don Ottavio. De todos modos, las actuaciones de Thomas Hampson (Don Giovanni) Magdalena Kozena (Zerlina), Melanie Diener (Doña Elvira), Nicola Ulivieri (Leporello) y hasta el veterano Kurt Moll (Comendador) rayaron a gran altura artística.
Anuncio de lencería
Martin Kusej, director de escena, debutaba en Mozart. La primera imagen, mientras suena la obertura, bien podría ser un anuncio de lencería: cinco mujeres de espaldas tumbadas sobre una cama con las piernas en primer plano y las medias como única vestimenta. Cuando se levanta el telón aparecen varias puertas en un hipotético aliviadero de corte futurista. De ahí salen varios de los personajes. La docena y media de figurantes están definidas en el programa como hermanas de Proserpina (la reina de los infiernos). Aparecen siempre en ropa interior. Es una imagen de nuestros días que tiene fuerza teatral. En la escena del cementerio otro grupo de mujeres mayores, también en ropa interior, sirve de enlace entre el lado existencial y el metafísico de la obra. Ahí radica el mayor mérito del planteamiento teatral: su visión unitaria desde la trascendencia o, si se quiere, desde el paso del tiempo. La muerte está siempre al fondo. El montaje es irregular pero algunas escenas son formidables. La del aria del catálogo, por ejemplo, con un desfile de cuadros vivos en una plataforma giratoria, a modo de carrusel de la vida. Hay en todo una estética inquietante, fría en las luces, dura en las relaciones personales, frívola en los aspectos colectivos. Poquísimas protestas del respetable. La necesidad del triunfo, en el comienzo de esta nueva etapa, se imponía a cualquier otra consideración.
El regreso de Riccardo Muti
Es significativo que el primer concierto de la serie protagonizada por la Filarmónica de Viena en esta nueva etapa, ayer por la mañana, haya sido encomendado a Riccardo Muti. Su falta de entendimiento con Mortier fue constante en la última década. Su regreso, con el Requiem, de Verdi, ha sido triunfal (la revista Festspiele en su edición de 2002 le sitúa como el director del año, seguido de Harnoncourt; los Rattle, Abbado, Gergiev o Barenboim quedan detrás). La dirección de Muti de la gran obra verdiana fue fogosa, teatral hasta el último poro, espectacular. La Filarmónica de Viena respondió primorosamente a sus indicaciones. No así el coro de la Ópera de Viena: monótono, mecánico, sin emoción. El reparto de solistas vocales fue desigual: voluntariosa Miriam Gauci, sensible Daniela Barcellona (aunque acusando los efectos de una faringitis reciente), particular y con bello timbre Guiseppe Sabbatini, y poderoso Paata Burchuladze, que sustituía a Samuel Ramey. El bajo americano ha cancelado también su recital anunciado para el 2 de agosto. Le sustituirá la mezzosoprano Teresa Berganza con, entre otras, las siete canciones populares de Manuel de Falla. El resto de los conciertos de la serie serán dirigidos por Jansons, Harnoncourt, Thielemann y Anne-Sophie Mutter.
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