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CULTURA Y ESPECTÁCULOS

SALZBURGO CIERRA LA DÉCADA TRANSGRESORA DEMORTIER

El polémico director se va hacia el Ruhr a poner su imaginación y descaro al servicio de una trienal que pretende la reconversión cultural de una zona industrial

Gérard Mortier ha dirigido el festival desde 1992 hasta 2001. Su actuación ha sido un revulsivo. Thomas Bernhard tiene dedicada una calle en Salzburgo. Es pequeña (nueve portales), cercana al campo de fútbol, con viviendas habitadas en gran parte por turcos y árabes. En la ropa tendida en los patios no faltan camisetas del Inter o del Barcelona. Parece poca cosa para la importancia del escritor y su vinculación con la ciudad. Mortier trajo debajo del brazo en 1992 una fotografía enmarcada de Bernhard que situó en lugar preferente de su despacho. Era una declaración de intenciones, el símbolo de un ejemplo. Una mirada crítica y, así, la primera ópera de su agitada década fue Desde la casa de los muertos, de Janácek, una obra inquietante basada en un relato de Dostoievski, ambientada en un campo de concentración de Siberia. Dirigía la orquesta Abbado, la escena Grüber y hacía la escenografía el pintor Eduardo Arroyo. Ese mismo año la bomba fue, sin embargo, San Francisco de Asís, de Messiaen, con Salonen y Peter Sellars. Se convertiría en un clásico con su reposición años después, y ahora va a ser una de las opciones básicas para el Ruhr. El primer éxito absoluto de público vendría, sin embargo, con Salomé, de Strauss, en una producción de Luc Bondy, que se paseó por media Europa.

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Las bazas de Mortier estaban claras: atención prioritaria a la ópera del XX; oportunidad a directores de orquesta y cantantes jóvenes frente a la estética de los tres tenores o las presiones de las multinacionales discográficas; reivindicación de la ópera como espectáculo total, con una apuesta firme por las puestas en escena. Y lo más importante: un tipo de espectáculo alejado de la perfección que desemboca en la rutina y abierto a los vientos de la incertidumbre, del riesgo, de la creación sin límites.

El domingo pasado tenían un éxito enorme Simon Rattle dirigiendo la Quinta, de Mahler, a la Filarmónica de Viena y Cecilia Bartoli dando un recital antológico de rossinis, habaneras de Viardot-García y otras joyas. Rattle y Bartoli son los primeros artistas con categoría de símbolo del siglo XXI. Pero destrás están los Nagano, Gergiev, Minkowski, Salonen, Cambreling y otros directores de orquesta habituales en Salzburgo durante esta década, y en el capítulo de los cantantes la generación de Dessay, Schäfer, Hampson, Graham o nuestra Bayo.

Una lista de espectáculos a recordar de la década Mortier incluye Moisés y Aarón, con Peter Stein; El amor de lejos, de Saariaho, con Peter Sellars; Las Boreades, con el matrimonio Hermann; Boris Godunov, con Herbert Wernicke, La condenación de Fausto, con La Fura dels Baus; Doctor Fauesto, con Peter Mussbach; Katia Kabanova, con Marthaler; El castillo de Barba Azul, o Pelleas y Melisande, con Robert Wilson; La flauta mágica, con Achim Freyer... Las óperas se han visto con nuevas intenciones visuales e intelectuales, con un contenido dialéctico enriquecedor.

Al margen del crecimiento de ingresos económicos y número de espectáculos, la última década del Festival de Salzburgo se recordará por ser un periodo inquieto, en el que había que revisarlo todo. Algunos han sido cómplices de esta proposición, otros no tanto. Salzburgo, en cualqueir caso, ya no será igual a partir de ahora. Ha perdido la inocencia. Ángel o demonio, según los puntos de vista, Gérard Mortier, con su asepcto de jesuita travieso, deja detrás de sí un aire de atrevimiento, de inconformismo, de descaro, de fantasía reflexiva, de transgresión. La libertad creadora y el placer de la sorpresa en el espectador han salido ganando.

Un momento del montaje de<b></b><i> Don Carlo,</i> de Verdi.
Un momento del montaje de Don Carlo, de Verdi.FESTIVAL DE SALZBURGO

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