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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Reparto solidario

La insularidad de Canarias y su cercanía a las costas norteafricanas han convertido a esta comunidad autónoma en principal punto de llegada de los flujos de inmigración irregular procedentes del África subsahariana. Pero sería injusto que estas cicunstancias meramente geográficas se volvieran contra el archipiélago canario, obligándole a asumir una especie de sobretasa añadida a su cuota de responsabilidad en un asunto que atañe al Estado.

No es fácil objetar los traslados de inmigrantes a la Península siempre que se supere el cupo de 1.500 que, según se ha convenido, constituye el máximo que Canarias puede alojar y atender. Los acuerdos alcanzados en este sentido entre el Gobierno central y el canario responden a exigencias razonables en el reparto de cargas y responsabilidades. De los 2.691 inmigrantes sin papeles llegados a Canarias de enero a mayo de este año, la mitad permanece en las islas ante la imposiblidad de expulsarlos a sus países de origen. Esta bolsa de inmigantes irregulares, con una orden de expulsión en la mano, pero inejecutable, no hace sino aumentar. Su atención sobrepasa la capacidad de los centros de acogida y de la red sanitaria y asistencial de Canarias.

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La política de traslados del Gobierno, intachable desde el punto de vista de su responsabilidad en una materia en la que asume las principales competencias, tiene, sin embargo, dos graves fallos: no contar con las comunidades autónomas receptoras de los traslados y la ausencia de una mínima respuesta legal a la situación de precaridad en que quedan estos inmigrantes sin posibilidad legal de vivir y trabajar en España. No es extraño que algunas comunidades hayan protestado porque no se concierte con ellas una política que, en definitiva, debe llevarse a la práctica con la colaboración de sus servicios asistenciales y de acogida.

Pero todavía es más grave que el Gobierno se desentienda de la suerte de los inmigrantes trasladados, a los que no puede expulsar -al menos en este punto la Ley de Extranjeria es papel mojado-, pero que carecen de derechos. El Gobierno aboga por una inmigración legal y ordenada, articulada en convenios bilaterales, contratos en origen y cupos de trabajadores. Nada habría que objetar a esa política si no fuera porque resulta inaplicable en algunos casos. ¿Qué hacer con estos inmigrantes con orden de expulsión que no se sabe a dónde expulsar? La respuesta no puede ser desentenderse de ellos y empujarles a la delincuencia.

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