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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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Totalitarismo

Acababa de estallar la guerra fría cuando Hannah Arendt publicó en 1951 Los orígenes del totalitarismo. Por primera vez se reunían en un solo concepto dos formas distintas y aparentemente opuestas de dominación política: el nazismo y el estalinismo. Antes se hablaba de despotismo y tiranía, de dictaduras, de fascismo. Pero el nuevo concepto, que agrupaba fenómenos históricos diversos, iba a mantener su solidez muchos años después, cuando la guerra fría, el estalinismo y el nazismo fueran historia.

Me impresiona especialmente una idea de Hannah: la de que el totalitarismo intenta construir un Paraíso en la Tierra, y al fracasar, lo que construye en realidad es el Infierno. Esto, más que paradójico, es un encadenamiento inexorable. El mundo antiguo estaba dividido en amos y esclavos, nobles y siervos, castas superiores e inferiores. Todos tenían su sitio en un mundo injusto y desigual. Pero quedaba al menos la esperanza de otro mundo tras la muerte.

¿Qué Paraíso es éste capaz de engendrar un Infierno semejante?

Por el contrario, el mundo moderno se compone de individuos. Sujetos racionalmente convertidos en objetos intercambiables y, por tanto, abocados a terminar en objetos desechables. Si la muerte ya carece de sentido, ¿cómo encontrar sentido a nuestros actos? La opción más simple es que algo tiene sentido porque se puede perder. O peor aún: tiene sentido porque ya se ha perdido y se conserva en la nostalgia. Así, puede suceder que uno valore más que nada lo que nunca tuvo, como esa lengua que no habla y que -como loro viejo- ya nunca aprenderá. Un Paraíso perdido en la imaginación sólo puede salvarse en la imaginación. Pero si el Paraíso no puede construirse en este mundo, en cambio sí podemos construirnos el Infierno. Aleluya. La fijación en la pérdida conduce derecho a construir el Infierno. Tampoco se me asusten; será un Infierno sólo para los demás, para quienes se empecinen en rechazar la salvación que se les está ofreciendo. Para esos condenados que no se sienten culpables por hablar en castellano, por ejemplo. Al menos, así será al principio. Luego ya habrá Infierno para todos.

¿Se han fijado que en cualquier Averno son siempre demonios los que se ocupan de los otros condenados? Gracias a ese detalle, quienes ya tienen su parcela en el Cielo pueden tener la conciencia tranquila: ellos nada tienen que ver con los que matan y aterrorizan. Ellos siempre han estado en contra de cualquier violencia. Por eso justamente se encuentran en la gloria. Saben que existe el Infierno, pero no miran hacia abajo. El Paraíso moderno no consiste en gozar la presencia de Dios (como mucho, la del líder de visita en el batzoki). Consiste, sobre todo, en librarse del Infierno, en poder olvidarse de él aún sabiendo que existe.

Hay un camino contrario, que empieza dirigiendo la mirada hacia las víctimas y dejando que se revuelvan tus entrañas de emoción, de indignación. El viaje no termina ahí. Tan sólo empieza. Ibarretxe volvió la cabeza para mirar a las víctimas y se quedó con ese rictus congelado cual estatua de sal.

La compasión nos ennoblece como humanos al descubrir nuestro linaje mamífero (sobre todo de las hembras). Pero el siguiente paso es ejercer de seres racionales. Y preguntarse: ¿Qué Paraíso es éste capaz de engendrar un Infierno semejante? Tal es el método con que Hannah Arendt analizó los grandes estados totalitarios. Hoy tiene vigencia más que entonces en nuestras aldeas posmodernas, donde cualquier Milosevic se pone la democracia por montera. Tengamos el valor de analizar las excelsas metas que nos proponen a la luz que irradia el terror de la mirada de las víctimas que habrán de ser inmoladas por ellas en el altar de los sacrificios humanos.

Cuando el ser-para-decidir impone a otros el ser-para-sobrevivir, que no me hablen de nación. Para que unos ciudadanos puedan disfrutar en paz su Paraíso, ¿deberemos renunciar la mitad de la población a la libertad de decir en nuestra lengua materna lo que pensamos de ellos? Para que ellos vean su identidad realizada, ¿deberemos aceptar los demás que somos desechables y sólo merecemos vivir en un Infierno?

Años después he vuelto a convertirme en disidente. Ya de niña oía que decían, cuando hablaban de ellos mismos, 'el Partido', aunque en Francia al menos sabíamos que había más de uno. Cuando fui mayorcita les solía interrumpir: - '¿Cuál partido?' 'Cuál va a ser, por Dios'. Pero hace tiempo que dejaron de ser unos chocholos. Ahora tienen el poder y no parecen dispuestos a perderlo por unos votos más o menos. Por eso dicen que 'el pueblo' quiere más. Porque en realidad ellos temen el día en que habrán de conformarse con bastante menos.

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