Manifiesto a favor de una verdadera democracia
Si preguntamos al hombre o a la mujer de la calle -tanto si es en una avenida atestada de tráfico de Nueva York como en un camino sin asfaltar del Tercer Mundo-, lo más probable es que digan que la mayoría de los gobiernos de los países en vías de desarrollo siguen siendo brutales y autoritarios. Sin embargo, el hecho es que en los últimos 20 años el número de países que celebran elecciones se ha duplicado con creces hasta alcanzar la cifra de 140 y que las dos terceras partes de la población mundial tiene ahora algún peso a la hora de elegir a sus líderes.
¿Por qué no nos alegramos? ¿Por qué tenemos toda la impresión de que las cosas no han cambiado gran cosa? La respuesta se debe, por un lado, al hecho de que estas reformas no han sido una panacea -no han producido paz y prosperidad de forma instantánea- y, por otro, a que las elecciones por sí solas no hacen una democracia.
En primer lugar, como deja bastante claro el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en su nuevo Informe global sobre el Desarrollo Humano (que hoy se hace público), menos del 60% de estos gobiernos teóricamente electos pueden ser considerados verdaderamente democráticos. En todo el mundo hay una preocupante tendencia a que los líderes intenten consolidar su poder alterando las Constituciones, intimidando a las asambleas legislativas y judiciales más débiles y manipulando las elecciones.
En segundo lugar, en realidad más de 60 países se empobrecieron en la última década, coincidiendo con el mayor despegue de los mercados, de la democracia y con el mayor crecimiento económico que se haya producido nunca en el mundo. De seguir la tendencia actual, al menos 33 países no podrán lograr ni la mitad de los ocho objetivos acordados universalmente -desde reducir a la mitad la extrema pobreza hasta proporcionar educación primaria a todo la población, todo en el horizonte de 2015- e incluidos en el proyecto de Desarrollo para el Milenio de la ONU.
El resultado, visible en las elecciones más recientes, ha sido el incremento de la frustración y del enfado de la población, sobre todo entre los jóvenes, que en los casos más extremos se canaliza hacia grupos radicales o fundamentalistas que adoptan la violencia como solución para sus reivindicaciones. Un reciente sondeo de Gallup realizado en 60 países descubrió que sólo el 10% de los encuestados pensaban que su gobierno respondía a 'los deseos del pueblo'. En Latinoamérica, la región que ha logrado los mayores avances en democratización, el 70% se quejó de un incremento de la pobreza, del delito y de la corrupción, lo que se pone de manifiesto en una crisis electoral y política que afecta desde Argentina a Bolivia.
Ello no hace más que reflejar en parte el hecho de que los países en vías de desarrollo se ven forzados a navegar en un sistema económico que, prácticamente en todas sus medidas, sigue estando claramente escorado a favor del mundo rico. Pero, aunque sea cierto que para solucionar estos asuntos hay una necesidad perentoria de mayor democracia y transparencia en las instituciones políticas y económicas, estas acciones aisladas no resolverán el problema.
En la práctica, hay demasiados líderes electos que actúan como si la democracia terminase una vez que se han cerrado los colegios electorales, pisoteando a los oponentes políticos mientras hacen oídos sordos a las necesidades y aspiraciones de aquellos que los votaron, en especial las de los pobres. Y también la oposición se muestra en ocasiones muy poco dispuesta a aceptar los resultados legítimos y desafían a los vencedores, no desde el escaño del Parlamento, sino en la calle.
Lo que se necesita ahora con urgencia es una 'segunda oleada' de democratización que, por un lado, intente extender las redes de la democracia hasta países que, como los del mundo árabe, siguen rezagados y, por otro, consiga profundizar las prácticas de los gobiernos en aquellas naciones que siguen luchando por que la democracia funcione.
No se trata de promover un modelo especial de democracia, sino de arraigar una serie de valores y principios que potencien el desarrollo humano al permitir a los pobres incrementar su poder por medio de la participación política y, al mismo tiempo, que los proteja de las acciones arbitrarias y abusivas a cargo de los gobiernos, las empresas y otras fuerzas. En la actualidad, cerca del 60% de los proyectos del PNUD -a petición de los países para los que trabajamos- tienen este objetivo.
Será una labor de décadas, no de años, y es un trabajo que no debería centrarse excesivamente en la visión de una democracia que sea una copia perfecta de las instituciones occidentales.
En la práctica, esto significa que necesitamos una respuesta sólida para todos aquellos aspectos que preocupan a los pobres y a las clases medias: seguridad en las calles y una fuerza policial que los proteja en lugar de extorsionarlos, la posibilidad -como padres y usuarios- de ejercer un control local en las escuelas y centros de salud, un sistema legal que sea accesible y que garantice su derecho a la propiedad, no sólo el de los ricos, y, por último, una lucha real contra la corrupción impulsada por una prensa auténticamente libre. Y estos Objetivos de Desarrollo para el Milenio son el manifiesto y la vara con que medir el progreso.
Pero para ello es necesario a su vez que exista un liderazgo democrático con una clara visión de cuál es el lugar de sus países en un mundo que cambia con enorme rapidez. Líderes que luchen por el derecho económico a participar como iguales en unos mercados mundiales distorsionados por las subvenciones a la agricultura y las barreras arancelarias de los países ricos. Y líderes que trabajen también para garantizar que las ventajas del crecimiento económico alcancen a todos, independientemente de su raza y clase social, y que comprendan la importancia de preservar estas diferencias culturales y sociales que proporcionan a la gente un sentimiento de orgullo en un mundo globalizado.
Cuando la democracia produzca más líderes de ese tipo -y en los últimos años han aparecido varios en los países en vías de desarrollo sumando ya una cifra significativa- y reciban desde el exterior un apoyo real y sostenido a sus esfuerzos, arraigará de forma permanente una verdadera cultura democrática en la que triunfadores y perdedores, ciudadanos y dirigentes, se respetarán los unos a los otros.
Mark Malloch Brown es administrador del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo y ha sido asesor político en países en vías de desarrollo.
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