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Espacio para la disensión

José María Ridao

Con la toma del islote Perejil y el mantenimiento de un contingente de la Legión hasta que Marruecos se avenga a garantizar el statu quo anterior al 11 de julio, España no ha dado una muestra de su solvencia en el ámbito internacional; antes por el contrario, ha tratado de reparar un insostenible cúmulo de errores en la gestión de unas complejas relaciones entre vecinos. El simple recordatorio de este hecho debería servir para atemperar, no ya cualquier deriva de entusiasmo patriótico, sino también un sentimiento que, tal vez como sublimación freudiana del anterior, cuenta con una creciente aceptación en nuestra opinión pública, y es el de que había llegado el momento de 'enseñar los dientes' en las relaciones con Marruecos.La prosperidad económica y la rápida modernización social experimentada por España desde la transición ha incrementado su peso en el mundo y, en consecuencia, ha modificado su proyección internacional, haciendo que se perciba como lo que es: una potencia media con responsabilidades regionales de primer orden. Antes que cualquier otra cosa, fundamentar o justificar nuestra política exterior en una idea como la de 'enseñar los dientes' a Marruecos incluye, en realidad, un inquietante reconocimiento de que, mientras el mundo ha cambiado su mirada hacia nosotros, somos nosotros los que no hemos cambiado nuestra mirada hacia el mundo, y actuamos como si nuestras decisiones pudieran ser ajenas a unos equilibrios internacionales más amplios en los que hemos reclamado un lugar. Y en los que, en efecto, ese lugar se nos ha atribuido y confiado.

Es en esta falta de encaje entre una mirada y otra donde con más claridad se manifiesta la diplomacia rasante auspiciada por Aznar, su rancia raíz nacionalista. A tenor de sus continuas y desabridas declaraciones acerca de nuestro vecino del sur, culminadas con el incidente en curso sobre el islote Perejil, el presidente del Gobierno parece no entender, ni por lo más remoto, que las relaciones de España con Marruecos son cruciales por razones que en estos momentos sobrepasan con mucho los intereses concretos de ambos países, y que conectan con los principales riesgos a los que se enfrenta la comunidad internacional en su conjunto. La inmigración, sin duda; pero, también, la multiplicación de focos de tensión que puedan ser instrumentados para dar verosimilitud a la quimera de que Occidente está en guerra abierta con el islam. En la secuela del 11 de septiembre, las frágiles costuras del orden internacional posterior a la guerra fría están cediendo en Cachemira, en Oriente Próximo y, a lo que parece, el mismo Gobierno de España, que reclama para sí un tratamiento de grande del planeta, es el que lleva considerando irrelevante este contexto desde hace meses, como si el único horizonte que está en disposición de contemplar fuese el de los 14 kilómetros que separan una punta y otra del Estrecho. Y, por si ello fuera poco, arrastrando a implicarse en este panorama de campanario a una Unión Europea y una Alianza Atlántica cuya primera y tibia reacción al último incidente con Marruecos contenía un soterrado mensaje: España no está cumpliendo como se espera de ella el papel que tiene asignado en los equilibrios internacionales de los que forma parte. Por eso la reacción estadounidense, tardía y salomónica, tampoco ha ido más allá.

Aunque hoy ya sólo constituya un recuerdo enturbiado por el desdichado desarrollo de los acontecimientos posteriores, la llegada al trono de Muhammad VI ofreció una oportunidad en gran medida irrepetible para estabilizar la situación interna en Marruecos y, por consiguiente, para avanzar en un Mediterráneo más seguro, que es precisamente una de las tareas internacionales que de modo más directo conciernen a España. Hassán II había concluido su turbulento reinado estableciendo los fundamentos de una evolución democrática con la que el nuevo monarca pareció comprometerse en sus inicios, cesando al ministro del Interior Basri -responsable de la represión política- y anunciando la celebración de unas elecciones que tendrán lugar el próximo septiembre. Lejos de apoyar este proceso, dejándose guiar por las evidencias y no por los prejuicios -el absurdo debate acerca de si son conciliables islam y democracia alcanzó una rara ubicuidad en aquellas fechas-, la diplomacia de Aznar se desentendió de él, haciendo un incomprensible mutis cuyos efectos sobre la transición marroquí serán discutibles, pero no los que tuvo sobre la relación bilateral. En particular, sobre la red de relaciones entre responsables políticos y altos funcionarios de ambos países, que se redujo de manera sustancial en comparación con la que existía en tiempos de Hassán. En virtud de esta coyuntura, de este elemental error de gestión diplomática, lo que había empezado como una oportunidad para España y para Marruecos se resolvió como un recíproco desapego y, a la postre, como un progresivo desconocimiento mutuo, el caldo de cultivo idóneo para que prosperasen los malentendidos.

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Y los malentendidos, por supuesto, han prosperado. Marruecos lleva a cabo un gesto inamistoso hacia España al no renovar el acuerdo de pesca con la Unión, pero por parte española nadie parece advertir que ese acuerdo ha dejado de ser rentable para nuestro vecino, que viene sugiriendo desde hace tiempo la fórmula de empresas mixtas. Marruecos tensa las relaciones al retirar a su embajador en España, pero por parte española no parece existir la más mínima conciencia de que las denuncias y amenazas que le dirigimos nos resultarían inaceptables si fuéramos nosotros los que las recibiésemos de otro país. Marruecos falta gravemente a los principios de buena vecindad al ocupar el islote Perejil, pero por parte española se ignora o se minimiza que las concesiones petrolíferas aprobadas por el Gobierno de Aznar frente a las costas de Canarias podían resultar ofensivas, lo mismo que las inoportunas maniobras militares realizadas por nuestro ejército en Alhucemas. Y todo ello por no hablar del trato a los inmigrantes, las dificultades para abrir un consulado marroquí en Almería, el desaire a Muhammad VI con motivo de la celebración de su boda o, en efecto, la posición que mantiene España sobre el Sáhara, abandonada ya por socios y aliados como Francia o Estados Unidos.

En cualquier caso, la multiplicación de incidentes durante el último año no explica por sí sola el grado de deterioro alcanzado por las relaciones entre España y Marruecos, únicamente comparable al que se vivió durante la agonía de Franco y el vértigo bélico provocado por la Marcha Verde. Desde la profunda sima en la que se precipitaron entonces, la diplomacia española fue construyendo un

marco de actuación cuyo principal objetivo consistía en ir aislando los contenciosos, tratando de que los eventuales retrocesos en unos no pusieran en juego los avances realizados en otros, hasta erigir un auténtico 'colchón de intereses' que dotase de estabilidad a nuestras relaciones con Marruecos. Cuando, contrariado por la negativa de Rabat, Aznar declara que la no renovación del acuerdo de pesca 'tendrá consecuencias', y acto seguido el vicepresidente primero habla extemporáneamente de la operación de paso del estrecho -lo mismo que acaba de repetir en estos días-, el mayor error que cometen no es adoptar un lenguaje impropio de la diplomacia para tratar con un país soberano; el mayor error es que destruyen el marco de actuación sobre el que se basaba el 'colchón de intereses', poniendo de manifiesto que, a partir del instante en que Marruecos ha dicho no a la renovación del acuerdo de pesca, España deja de distinguir entre contenciosos y se muestra decidida a echar sobre el tablero la totalidad de la relación para imponer su punto de vista en cada caso.

Una vez instalados en esta lógica, nada tiene de extraño que de la confrontación diplomática se pase irremediablemente a la militar, y suerte que las dimensiones del incidente dejan aún espacio para el humor y la astracanada. Sin embargo, existen pocas razones para la broma en las relaciones con Marruecos. Con la toma del islote Perejil y el mantenimiento de un contingente de la Legión hasta que Marruecos se avenga a garantizar el statu quo anterior al 11 de julio, la diplomacia rasante, de rancia raíz nacionalista, impulsada por José María Aznar ha dejado al descubierto todas sus insuficiencias. A una actuación como la que llevamos contemplando con Marruecos desde hace más de un año, en la que el Gobierno de España parece exigir de sus ciudadanos que se envuelvan con él en la bandera de la patria, sólo cabe responder defendiendo el espacio para la disensión; sólo cabe responder sosteniendo, precisamente desde ese espacio, que las relaciones nunca deberían haber llegado al punto en el que hoy se encuentran, y que, de llegar, es más que dudoso que hubiera que responder como se ha respondido y cuando se ha respondido. Entre otras cosas porque, todavía en este momento, desconocemos los títulos que asisten a España para aposentarse en un islote a 200 metros de la costa marroquí e imponer al gobierno de Rabat una condición que nosotros mismos estamos incumpliendo con nuestra presencia militar en Perejil.

José María Ridao es diplomático.

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