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Columna
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Sin perdón

Elvira Lindo

Hay noticias que no pertenecen a una ciudad, ni a un país, sino que atañen a eso tan abstracto, tan difícil de imaginar, como es el mundo entero, y es precisamente ese carácter global lo que las aleja de la sensibilidad ajena. No es lo mismo un muerto en la puerta de tu casa que el número de muertos que cada fin de semana se traga la carretera. Hay noticias que suceden de pronto, que ocurren en un mundo cercano y acaparan el miedo de todos, que logran que nuestra vida se trastorne durante unos días; hay noticias que colonizan nuestras conversaciones, y se convierten en oscuras efemérides -qué hacía uno el 23 de febrero, dónde estabas el 11 de septiembre-; esas noticias merecen cada año un recuerdo periodístico y rememorarlas nos sirve para hacer recuento de nuestra propia vida. Pero hay otras noticias cuya naturaleza misma está en el hecho de pervivir en el tiempo, de mantenerse fatalmente sin que sepamos si será posible verles un fin. Deberían ser urgentes, puesto que su importancia es sobrecogedora, pero se convierten en una especie de cantinela que, de vez en cuando, ocupa un lugar en la prensa.

La semana pasada se celebró la cumbre bianual del sida en Barcelona. Barcelona fue la capital del mundo de la desgracia, de una desgracia que se cierne sobre España también, donde la carcundia se va enterando -estos años ha habido mucha información, pero hay gente muy bruta- de que este mal no es consecuencia de las aberrantes costumbres homosexuales, sino de las relaciones sin más, consecuencia de la intimidad natural de las personas. Por eso, decía un microbiólogo, es tan difícil de prevenir, porque no hay nada más complicado que convencer a la población de que no se puede actuar de una forma espontánea, que es lo inherente al apetito sexual, sino recurrir en ese momento a la sensatez y sacar de la cartera un condón.

El sida extiende su manta sobre los países pobres como una especie de terrorismo que no hace ruido, que no se ceba en las embajadas ni en los palacios presidenciales, sino en una población que no tiene medios para pedir ayuda y que, poco a poco, va perdiendo fuerzas y se entrega sin lucha a los brazos de la muerte. Empleo la palabra terrorismo, sí, de la misma forma que la presidenta de Médicos del Mundo hablaba de genocidio, porque no hay nada que actualmente justifique que se deje morir a veinte millones de personas, no existe la razón lógica para apagar la luz en un continente entero, el africano. Mientras el paraíso occidental dedica sus energías políticas a los pequeños terruños, a las miserables defensas de unas tradiciones perfectamente prescindibles y a practicar la violencia por reivindicaciones cromañónicas, aquí mismo, al lado, en un mundo sobre el que hay información -ya no cabe decir que uno no sabe- ocurre que a diario se contagia un número estremecedor de personas y quedan huérfanos miles de niños. La razón fundamental de esta matanza es económica -decían los marxistas que todas las razones son económicas, yo nunca me creí del todo esa teoría tan simplificadora- y eso es lo que hace este asesinato masivo aún más vergonzoso. Hay razones culturales, desde luego, que llevan a estigmatizar a los enfermos, sobre todo a las mujeres, y que aportan marginación y tristeza a la amenaza de una muerte segura. Hay carencias educativas que dejan sin protección a todo ese tesoro juvenil que debería ser el futuro de sus países y que, con toda probabilidad, acabará muriendo antes de comprender lo que ha pasado.

Los enfermos occidentales esperan estos congresos como agua de mayo. Cada medicamento es la llave que abre la posibilidad de unos años más de vida. La sola expresión de enfermedad crónica es en sí misma un éxito y el que ayer pensaba en morirse hoy hace planes para el futuro. El futuro era un tiempo verbal que no conjugaban esos enfermos a los que a veces podemos poner rostro porque son amigos nuestros. Pero lo terrible de esa inmensa población de África, de Asia, es que cuando el número de muertos sobrepasa los diez millones nuestro entendimiento pierde la cuenta. Y la conciencia de este clamor funerario se desvanece conforme los expertos se vuelven a casa, y nuestros dirigentes se vuelven a lo suyo sin mala conciencia. ¿Deberíamos recordarles nosotros a cada minuto que esto no tiene perdón?

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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