3.000 kilómetros de autobús en busca de Eldorado
Cientos de inmigrantes rumanos cruzan Europa cada semana en busca de una nueva vida en España
La estación de autobuses de Rahova, en Bucarest, es un inmenso lío de maletas, bolsas y despedidas el viernes a la una y media de la madrugada. Un empleado atosigado acopla con bolígrafo a 75 personas en las listas de dos autocares que se disponen a emprender un viaje de cerca de 3.000 kilómetros a través de Europa: Budapest, Viena, Graz, Venecia, Verona, Niza, Montpellier, Barcelona y Madrid. Los autocares, antes de salir de Rumania, recorrerán de noche las principales ciudades de Transilvania para recoger 25 pasajeros más que han hecho reserva. No quedará ningún asiento libre.
A la hora fijada, Adrian Diminescu, uno de los conductores, cuarentón, simpático, le da a un claxon que suena como la sirena de un barco. Todos arriba. Cada semana parten en este tipo de autobuses desde Rumania cientos de personas con destino a España, la mayoría con permiso de turista para tres meses. Ninguno es turista. Hay niños con sus padres, hombres jóvenes, parejas de casados, personas mayores. Casi todos intentarán quedarse en España para siempre después de atravesar cinco países en el viaje más importante y agotador de su vida. Engordarán la cifra de rumanos que habitan actualmente en España: 23.000.
El autocar arrastra un remolque como los que se usan para transportar caballos
El billete Bucarest-Madrid cuesta 250 euros. Una pequeña fortuna para los habitantes de un país cuyo sueldo medio es de 3.300.000 leis (100 euros). El de vuelta, Madrid-Bucarest, sólo 50 euros. La ley de la oferta y la demanda. La disparatada cantidad de leis que hacen falta para comprar cualquier cosa en Rumania (entrar en un servicio de una estación cuesta 5.000 leis) da cuenta de la inflación galopante que asfixia a este estado ex comunista.
En un viaje de tres días da tiempo a charlar de todo, y los 50 viajeros se convertirán en amigos para toda la vida tras compartir tanta carretera, tanto cansancio y tantos tiempos muertos en gasolineras. El autocar se convierte en una embajada rodante de Rumania. Pero al principio se habla sólo de dos cosas: de dinero y de la edad apropiada para emigrar.
El autobús, con un remolque detrás tan alto como los que se utilizan para transportar caballos, aunque más largo y ancho, enfila la carretera hacia Brasov, en el centro de Transilvania. Y Florin Blanceanu, de 23 años, se entera entonces de que el martes pasado Aznar cambió el Gobierno. La alarma se pinta en la cara de este rumano acostumbrado a que la historia juegue casi siempre en su contra. '¿Y cambiará la cosa con los extranjeros?', pregunta. 'No, tranquilo', le responde un hombre barrigudo y risueño que ha pedido que le reserven dos sitios a fin de poder embutir su cuerpo en el autocar. Se bebe la conversación Mircea, de 20 años, que viaja a España por primera vez, que no sabe más español que 'hola' y 'Arganda del Rey' y que ha dejado a su padre llorando y solo para atender la granja de la que ha malvivido la familia hasta ahora. Blanceanu, el del miedo a los cambios gubernamentales, también ha dejado a sus padres en el pueblo. 'Son ya demasiado viejos para venir, ¿qué se puede hacer?', se lamenta. Y vuelven a hablar de la edad de cada uno.
El autobús salva montañas en una carretera de dos carriles mal iluminada. Pero Dimiescu discute con el móvil y maneja a la vez su autocar con remolque como si condujera una bicicleta de montaña. Adelanta a todo el mundo a 90 kilómetros por hora. Pocos vehículos circulan en Rumania a esa velocidad. No es raro incluso ver carros tirados por caballos.
El que puede duerme, y el que no, contempla cómo amanece en la región de Transilvania, que además de albergar la leyenda del Conde Drácula encierra uno de los paisajes más imponentes de Europa. Sibiu, una ciudad importante del centro de Rumania, es la segunda parada. Colas para ir al servicio y a un Mcdonnal's cercano, huérfano en medio de un descampado sin nada. La doble cheesburger cuesta 34.000 leis, más de un euro, casi como en España.
Los viajeros estiran las piernas mientras los conductores (tres por autocar), reparten a los que se incorporan a la expedición. Unos trileros montan en el suelo el chiringuito de los tres cubiletes y la bolita. El juego se desarrolla como en todas partes del mundo: hay varios ganchos que incitan y que aparentemente ganan. Nadie hace caso, pero una chica de 20 años, Elena, se juega de repente 500 euros: 'La bolita está aquí', dice y señala, y saca el dinero. No estaba, claro. Los 500 euros vuelan al bolsillo del trilero y Elena comienza a maldecirse. No sólo ha perdido una cantidad enorme de dinero, sino la posibilidad de cruzar la frontera y de llegar a España.
Para ingresar en la Unión Europea, los rumanos, desde el 1 de enero, no necesitan visado. Basta con el pasaporte en regla, un billete de vuelta, un seguro médico y dinero suficiente como para justificar que se es, en verdad, turista. La mayoría lleva la cantidad mínima exigida: 700 euros. Y Elena llevaba eso. Pero la embajada rodante no va a permitir que uno de sus componentes se quede en tierra. Así que entre un grupo de viajeros reúnen el dinero suficiente para que Elena convenza a los policías austriacos cuando llegue el momento.
Más paradas: en Timisoara, en Arad, en Deva, donde se suben los viajeros que faltaban. En las calles, un paisaje de factorías inmensas de los tiempos de Ceaucescu abandonadas a su suerte, oxidadas por entero. 'Hay italianos que vienen y las compran, y luego las venden al peso porque esto no hay quien lo levante', afirma Alexis Zotan, de 20 años, resignado ya a vivir en Málaga, donde tiene amigos que trabajan en la construcción.
A las seis de la tarde, el chófer Diminescu aprieta su claxon de barco ante la garita despintada que divide Rumania de Hungría. Diez minutos antes, paró en medio de la carretera y se puso serio: 'Si queremos no estar aquí tres horas, hay que darle dinero a los policías. Si todo el mundo está de acuerdo en dar cinco euros, bien. Pero tiene que estar de acuerdo todo el mundo'. Al soborno en metálico se añade una caja de cerveza alemana y de champán malo que los conductores compraron en otro viaje. El método funciona. Se examinan los pasaportes a toda prisa, aunque nadie entra de forma ilegal.
No se compra en las gasolineras. Todos llevan bocadillos. Las horas pasan sin que pase nada. En el vídeo Bruce Willis se pelea contra el malo cuando una cola inmensa de autocares anuncia que se ha llegado a la frontera austriaca. El autobús para. Son las cuatro de la mañana, pero a quién importa eso. Los viajeros han perdido el sentido del tiempo. Bajan y deambulan drogados de sueño alrededor del remolque con el pasaporte en la mano, mirando hacia la otra Europa.
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