Final de viaje y principio de la nueva vida
Algunos de los inmigrantes rumanos que cruzan Europa en autocar con destino a España dejan atrás a sus familias, mientras que otros van a su encuentro tras años de separación
El autobús alcanza Portbou. Son cerca de las doce de la noche. Han pasado casi dos días enteros desde que salió de la sofocante estación de Rahova, en Bucarest. Los 50 pasajeros rumanos llevan 46 horas en un asiento de autocar que sólo dispone de dos posturas: derecho y medio tumbado. Ahí encima han comido, dormido, despertado y se han desesperado de aburrimiento. Ahí encima han visto amanecer dos veces y anochecer otras tantas. Pero ésta es la última frontera. Como los cientos de compatriotas que cada semana recorren Europa en un autocar con destino a España, intentarán afincarse en Madrid, en Barcelona, en Zaragoza o en cualquier otra ciudad donde haya el suficiente trabajo como para olvidarse de la pobreza que envenena Rumania. Viajan como turistas, lo que les permite quedarse sólo tres meses. La mayoría tiene pensado quedarse más.
Iancu guarda en la cartera el teléfono de un amigo que vive en Alcalá de Henares
Ya en Madrid, muchos se frotan los ojos, como si no creyeran que han llegado después de todo
Nicolae Iancu cumplió en marzo 22 años. A lo largo del viaje, Iancu, delgado, rubio, tímido, casi no ha hablado con nadie. Cuando en las innumerables paradas (el autobús se detiene cada cuatro o cinco horas) los viajeros se reunían en corros alrededor del autocar para sacudirse junnos la modorra, este chico se apoyaba solo en un quitamiedos y fumaba en silencio. Su historia es simple: guarda en la cartera el número de teléfono de un amigo que trabaja de albañil en Alcalá de Henares. Le ayudará a buscar trabajo. Iancu no sabe nada de español y parece acobardado. Ahora, en Figueres, en la parada número 12 ó 13 del viaje (¿quién es capaz de llevar ya la cuenta?), sigue en una esquina, apartado, y fuma mirando hacia la puerta de entrada de la tienda de la estación de servicio. El tiempo ha cambiado desde que salieron de Bucarest. Ahora hace bastante frío. Es difícil imaginar a alguien más solo que el joven Iancu esta madrugada.
Florin Blancenau, de 23 años, un rumano alérgico a cualquier cambio político en España 'para que no vaya peor lo de los extranjeros', viajó a Andalucía hace dos años con la misma aterrorizada actitud que la de Iancu. Ahora es distinto. Bebe a gollete una botella de coca-cola junto a la puerta del autocar mientras cuenta que vuelve tras pasar una semana en Rumania y comprar una casa para sus padres. Él tiene permiso de residencia. Blancenau y su mujer trabajan en un invernadero de Roquetas de Mar a razón de 20 euros al día. Desde hace seis meses sus hijos les acompañan. Antes vivían en Brasov con los abuelos, dueños ahora de una casa demasiado vacía.
Porque este autobús, que se pone en marcha otra vez rumbo a Barcelona, destroza y recompone familias a su paso. Stefan Enescu, de 28 años, viaja en los asientos delanteros con sus dos hijos, Elena y Andrei, de 7 y 8 años, los dos con jersey verde. Hay más niños repartidos por el autocar. Dimitri, de 11 años, traga gusanitos a velocidad meteórica a la una de la mañana, mientras pregunta a su hermana, Maria, de 17, una y otra vez, cuánto queda para llegar. O Patricia, de ocho años, morena, traviesa, que duerme apoyada en el hombro de su padre, Nicu.
El chófer sigue a 90 kilómetros por hora. Como la pequeña Patricia, casi todo el pasaje duerme . Y los que no, tienen la sensación de llevar toda la vida dentro de ese autobús. Son las dos de la mañana. En las calles de Barcelona hay gente, en las puertas de los bares se ven clientes que toman copas. Es la primera gran ciudad que este autocar correcaminos no deja de lado en cerca de 2.500 kilómetros de trayecto. Los pasajeros se van despertando. Algunos, impacientes, recogen bolsas, se recomponen la ropa. Una señora de unos 50 años arroja a la papelera los restos de comida que aún le quedaban en un macutito. El autocar se detiene a la espalda de la estación de Sans, cerca de una churrería milagrosamente abierta a esas horas llamada La Pilarica. El niño Dimitri aprovecha y, tras zamparse los gusanitos, se compra una docena de churros. Los conductores abren el maletero y se distribuye el equipaje de los que han llegado ya. La señora del macutito de comida comprueba que su marido, que en teoría iba a recibirla, no aparece. Pone cara de enfado, enciende un cigarro y se dirige hacia una cabina.
Toque de claxon. Los viajeros con destino a Zaragoza y a Madrid suben de nuevo. Cerca de 20 asientos han quedado libres. Pertenecían a los que ya se pierden por Barcelona, abrazados a sus parientes. En el autocar parece mentira poder estirar las piernas, ocupar dos sitios. Arranca. Avanza. Y sigue avanzando durante horas. Amanece a las seis de la mañana cerca de Zaragoza. Nueva parada. Nuevos viajeros que descienden y se alejan en busca de un taxi. Más asientos vacíos.
El autocar ronronea en dirección a la Nacional II, desierta a esas horas un domingo. Cruza Guadalajara. Alcanza Madrid y los viajeros cuchichean, señalan los edificios, las fábricas de las afueras. Un reloj callejero indica que son las diez de la mañana y que hace fresco. La M-30. La estación de Méndez Álvaro. Una última curva, el aparcamiento subterráneo, la dársena donde frena, definitivamente, el autocar. Fin del gran viaje. Más de 3.000 kilómetros recorridos. Empezó la madrugada del viernes y termina un domingo por la mañana. Casi 58 horas viendo autopistas por la ventana.
Se abren las puertas y, antes de que se baje nadie, una mujer que esperaba en la estación se lanza por la escalerilla hacia arriba como una bala. Busca entre los pasajeros, ya de pie, y localiza a unos niños con jersey verde y a su padre. Seguramente sus hijos y su esposo. Seguramente no los ve desde hace años. Grita, estruja a los pequeños, llora, abraza al hombre, entorpece el paso a los que quieren salir.
Los viajeros, atontados, buscan por el suelo sus maletas, se frotan los ojos, como si quisieran despertarse, como si no se creyeran que han llegado después de todo. El niño Dimitri aún comistrea algo, chocolate o caramelos, pero del brazo de su hermana se encamina hacia la derecha, hacia la salida de la estación. El joven y silencioso Iancu se dirige a una cabina para llamar a su amigo albañil de Alcalá de Henares, la única persona que conoce en España. Blancenau, el que ha regalado una casa a sus padres en Brasov, conectará con otro autobús que le lleve esa misma tarde a Roquetas de Mar. Mañana tiene que trabajar en el invernadero de los 20 euros.
Los tres conductores regresarán con el mismo autobús a Bucarest dentro de dos días. Y luego vuelta a España. El chófer Adrian Diminescu y sus dos compañeros pondrán en marcha, una y otra vez, el autobús que rompe y recompone familias. El grupo se disgrega definitivamente, se subsume en un mar de pasajeros de otros autocares, ya casi todos españoles, mochileros que vuelven o van a la sierra.
Patricia y su padre Nicu salen en dirección al metro. También en Rumania se han quedado solos los abuelos. Pero seguro que la niña piensa más en su madre, que la espera en Getafe desde hace años. O que en septiembre irá al colegio español y sólo habla rumano. Nicu carga dos maletones, uno en cada mano. La niña lleva también dos bolsas, detrás de él. El padre se monta en una escalera automática para bajar a una planta inferior. La niña se para. No se atreve. Es la primera vez en su vida que ve una escalera automática. Un hombre que pasa por ahí le da la mano y la ayuda a subir. La niña se desliza tras su padre en la escalera que la comunica con el metro y con una nueva vida. El viaje difícil empieza ahora.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.