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Reportaje:DE BUCAREST A MADRID / 2

La Europa rica, desde la ventana de un autobús

Los inmigrantes rumanos que recorren 3.000 kilómetros en autocar para llegar a España comparan la pobreza de su país con la prosperidad de las zonas que atraviesan en Austria, Italia y Francia

Antonio Jiménez Barca

El policía de la aduana austriaca ordena al conductor del autobús que transporta a 50 rumanos con destino a España, en un viaje de 3.000 kilómetros, abrir las puertas. Son las cuatro y media de la madrugada. El vídeo se apaga de golpe. También el motor. Se encienden las luces. Despiertan algunos pasajeros, alertados por el repentino silencio. Nadie habla. El policía recorre el pasillo. Los 50 rumanos enarbolan el pasaporte abierto por la página de la fotografía; enseñan, algunos con las dos manos, en ramillete, los 700 euros o dólares necesarios para justificar que viajan como turistas. Ninguna pega. El paso queda franco. Cada semana, cientos de rumanos cruzan así las fronteras de la Unión Europea.

Una pareja de gendarmes patrulla en bicicleta con una metralleta a la espalda
Ion Hubar pregunta todo el rato si hay montañas en Madrid. Es lo único que le importa
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El conductor respira y arranca, y el autocar cruza lentamente la raya que separa la Europa pobre de la Europa rica, aunque se detiene unos metros más adelante, en una gasolinera. Los pasajeros bajan, se guardan el pasaporte en el bolsillo, esconden el dinero, se encogen de frío, pero sonríen. Una pareja de gendarmes patrulla en bicicleta con una metralleta de comando a la espalda. Jorge Otofan, de 30 años, carpintero, con pantalones cortos y camiseta sin mangas, los observa extrañado. '¿Qué buscan éstos?', se pregunta. Y luego mira a la frontera. Dice que no le da ninguna pena dejar su país a la espalda. Sabe que la carretera que pisa no conduce al paraíso, pero él no persigue el paraíso. Lo que quiere es dejar de ser pobre.

'Allí, en Rumania' -dice allí como si Rumania quedara ya infinitamente lejos-, 'el dinero no vale nada'. Y añade: 'Todo está carísimo. No puedes comprar ni un coche, ni un piso, y yo quiero comprarme un coche como los trabajadores que viven en España, en Italia o en Francia. No es tanto, ¿no?'. Un kilo de pollo cuesta en una carnicería de Bucarest 70.000 leis, unos dos euros, casi como en España; un kilo de plátanos, 34.000 leis, un euro, algo menos que en una frutería de Madrid o Málaga. Los coches valen lo mismo en los dos países. Pero un taxista de España gana de media al mes 1.000 euros, y Adrian Popescu, taxista en Bucarest, de 50 años ('demasiado viejo ya para irme, que si no...'), no llega a 100. Ésa es la diferencia, ahí está la pobreza, eso es de lo que huye Jorge.

Otro Jorge, éste de 27 años, también trabajaba de taxista en su ciudad, Lugoj. Desde hace un año es albañil en Zaragoza. Ahora deambula con una muleta por la gasolinera austriaca, muerto de frío y de destemple, aburrido, cansado, harto de esperar. Emigró a España hace más de un año por la misma razón que su tocayo: 'Rumania se hunde, se hunde desde hace mucho...', señala con desprecio. Pasó las navidades en Lugoj, pero, una mañana, un coche desbocado se subió a la acera mientras pasaba él. Tuvo suerte y sólo le rompieron los huesos de un pie. Jorge afirma que necesitó sobornar a un médico del hospital de su ciudad para que le operase pronto y después quedarse en su patria para recuperarse. Ahora vuelve en el autobús, con muleta y todo, porque le caduca el permiso de residencia. 'Le diré a mi jefe que me dé trabajo para que me renueven la tarjeta, aunque tendrá que ser un trabajo más flojo que en el andamio', dice. Su madre va con él. Es una señora mayor, exhausta tras más de treinta horas de autobús sin dormir. Ella no se quedará en España. Viaja para cuidar de su hijo. Tal vez sea la única de todo el autocar que piense en volver pronto a Rumania.

El chófer pega un claxonazo. Suben los viajeros como sonámbulos. '¿Sintem toti?' ('¿Estamos todos?'), pregunta el conductor. Sí. Están todos: Dimitri, el niño travieso y moreno, los dos Jorges, la madre de Jorge, el hombre que paga dos asientos para ir más cómodo, Ion Hubar, de 40 años, un empleado de un matadero de Timisoara parecidísimo al humorista Gila que buscará trabajo de albañil y que pregunta todo el rato si hay montañas en Madrid, como si fuera lo único que le importa del país en el que va a afincarse.

Arranca el autobús, que devora la cinta de la carretera a 90 kilómetros por hora. A esa velocidad adelantaba a todos en Rumania. Ahora es al contrario. Amanece en los Alpes. Y con la luz desaparecen los miedos pasados en la frontera austriaca. Esto no hay ya quien lo pare. Los pasajeros se animan. Charlan. Un hombre degaldito y atildado, con un bigote de héroe de folletín romántico, cuenta a su compañero de viaje que se casará en unos meses. 'Y fíjate que ya soy viejo: 33 años', explica. El otro, un hombre fuerte y con el pelo rapado, echa un trago de agua y asiente como diciendo: 'Me alegro mucho, hombre'. La novia es rumana y esperará en Bucarest a que el novio encuentre trabajo. 'Luego me la traeré con permiso de turista, y ya está', añade confiado. El otro vuelve a asentir y le invita a agua.

El chófer, Adrian Diminescu, pega un grito de alegría sin que se sepa la razón, tal vez porque ya se ha superado la mitad del viaje, y pone una musiquita machacona y rápida, interpretada por una suerte de trompetín de órdenes que hace bailotear a más de uno. Comparten bocadillos de lomo, de chorizo, pero también direcciones, contactos, números de teléfono en Zaragoza, en Barcelona, en Getafe.

El conductor al que le toca descansar (son tres los chóferes y se relevan cada cuatro o cinco horas) come pipas y de paso coquetea con dos muchachas bellísimas y rubias que van en primera fila. Se deja atrás Graz, en Austria, y el autobús, con la musiquita de la trompetilla, enfila hacia Italia: Udine, Venecia, la Lombardía, el Piamonte. La ruta parece diseñada por una agencia de viajes. Y, oficialmente, este autobús va cargado de turistas.

Pero todo se deja de lado: Verona, Brescia, Turín. Saltando de gasolinera en gasolinera cada unas cuantas horas, da igual atravesar los alrededores de Padua que los de Móstoles. Sólo la lujosa Costa Azul, ya en Francia, se asoma desde lejos, abajo, al fondo, con sus mansiones colgadas sobre el Mediterráneo, y emboba a estos viajeros, unos de los más pobres de Europa, que se imantan a la parte izquierda del autocar para ver mejor mientras mordisquean bocadillos secos de filete empanado.

Anochece en algún lugar de Francia. El autocar huele a ropa sucia. Vuelven las cabezadas. Alguien ronca al fondo. Ya no hay ganas de hablar. Pero Aléxis, de 30 años, cuenta que un amigo volvió hace poco de vacaciones a Sibiu, la ciudad natal de ambos, después de pasar dos años en España. 'Fui a buscarle a la estación de autobuses, y en el camino a casa se dio cuenta de que el Ayuntamiento había arreglado una curva de la carretera, que alguien había construido una casa muy bonita y que una empresa había colocado una gasolinera moderna', dice. 'Tal vez cuando vuelva note que mi ciudad ha cambiado aún más', añade. 'Eso querrá decir que Rumania va para adelante'. Mientras, una señal de la autopista indica que el grupo alcanza Montpellier.
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Mañana, capítulo III: Llegada a Madrid

El baile de los remolques

Los autobuses en los que viajan cada semana cientos de rumanos a través de Europa con dirección a España arrastran por lo general un remolque. Éste va casi vacío cuando el destino es España y lleno cuando la meta es Rumania. La razón es simple: los rumanos que residen en España (unos 23.000) aprovechan esta ruta para enviar objetos a sus familiares de Bucarest, Brasov o Timisoara. Los remolques van abarrotados de aspiradoras, calentadores de agua, televisores, radiocasetes, vídeos... La mayoría de estas cosas cuestan lo mismo en el país ex comunista que en España, pero con los sueldos medios de Rumania se convierten en inalcanzables. El porte cuesta un euro por kilo transportado. A lo largo del viaje no es extraño que en una estación de servicio de Italia o Hungría los conductores de varios autocares de la misma compañía se dediquen a trasladar objetos del remolque de un autobús al de otro, eligiéndolos en función de las diversas rutas que atraviesan Rumania. El sábado pasado, en una gasolinera de Austria, coincidieron dos autocares de la empresa rumana Atlassib con destino Bucarest. Los pocos pasajeros que iban hacia la capital rumana, aburridos del viaje, incluso ayudaron y acarrearon bultos. La gasolinera se transformó en un mar de cajas y maletas. Después se volvieron a encajar en los remolques apropiados a cada destino. Uno de los viajeros recordó entonces que hace años, en España encontró una bicicleta rota en un contenedor, que la arregló y que se la envió a su sobrino en Rumania a razón de un euro por kilo.

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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